En aquel tiempo, cuando terminó Jesús de hablar a la gente, entró en Cafarnaún. Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos, para rogarle que fuera a curar a su criado. Ellos, presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente: «Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido la sinagoga.»
Jesús se fue con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes, y le digo a uno: «Ve», y va; al otro: «Ven», y viene; y a mi criado: «Haz esto», y lo hace.»
Al oír esto, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo: «Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe.» Y al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano (San Lucas 7, 1-10).
COMENTARIO
En el Evangelio de hoy nos vamos a encontrar con la fe de un pagano, el centurión de Cafarnaúm, un hombre piadoso y muy cercano a la religión de los judíos, al que Jesús alabará por su fe con estas palabras llenas de admiración: «Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe» (Lc 7, 9). A la luz de este encuentro entre Jesús y el centurión romano, podemos preguntarnos hoy, cómo es nuestra fe. La Palabra de Dios viene a hacernos un chequeo a nuestra fe: ¿Cómo es mi Fe? ¿Está madura y fuerte o es dubitativa y vacilante? ¿Dónde alimento y vigorizo las raíces y fundamentos de mi fe personal? ¿Doy testimonio de mi fe en Jesús de Nazaret como el Señor de mi vida o la escondo por vergüenza ante el ambiente hostil que me rodea? Estas y otras preguntas, debemos hacernos hoy a luz de la Palabra que Dios nos dirige.
La fe viene por la predicación, y la predicación por la Palabra de Cristo (Rom 10, 17). La fe no se inventa, no es una construcción mental, no se compra con dinero, no se adquiere por medio de razonamientos muy coherentes y lógicos, no es una ideología ni un sentimiento. La fe es -fundamentalmente- un acontecimiento: Dios que irrumpe en tu vida y la transforma si tú le dejas. La fe es una iniciativa de Dios, es un regalo que Él nos hace, por eso es una virtud teologal: a la vida de la fe se nace por obra de la gracia que hay que pedir, de ahí que San Pablo pueda decir que «habiendo recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la que nos hallamos» (Rom 5, 2). Y, al hablar de esta gracia, se está refiriendo al favor de vivir en la amistad divina, es decir, poder experimentar el estado de gracia. La fe que Jesús exige desde el comienzo de su actividad y que constantemente exigirá, es un impulso de confianza y de abandono, por el cual el hombre renuncia a apoyarse en sus pensamientos y sus fuerzas, para abandonarse a la palabra y al poder de Aquel en quien cree. Esto es lo que ha hecho el centurión de Cafarnaúm y su fe ha provocado tres efectos: el primero, la curación de su criado, el segundo la admiración pública de Jesús y el tercero que sus palabras nos acompañen cada día en la celebración de la Eucaristía en el rito de la comunión en el que tomamos prestadas sus mismas palabras: Señor, no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme.
El cristiano vive por la fe (Rom 1, 17). La fe es un don que hay que pedir a la Iglesia, verdadera garante del depositum fidei. Es lo que hicieron nuestros padres y padrinos por nosotros al traernos de recién nacidos a la Iglesia y pedir la fe. Pero, evidentemente, hemos crecido a todos los niveles: en estatura, en conocimientos… ¿también en la fe? Por lo que podemos apreciar, a muchos la fe se le ha quedado congelada en el traje de primera comunión, los únicos fundamentos de su experiencia vital de fe se remonta a las catequesis que recibieron en su infancia y… ¡claro está! con este bagaje no se transita con valentía, intrepidez y espíritu martirial ante los desafíos y vientos contrarios que se levantan, hoy, contra la fe que los católicos profesamos. La fe para que sea vigorosa, ha de ser regada con constancia, alimentada con frecuencia, defendida con tenacidad y ofrecida con gratuidad. La fe sólo crece y se fortalece cuando se profesa, creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.
A la luz de la Palabra, hoy, somos invitados a vivir con fidelidad a Dios, a tomar parte en los duros trabajos de la evangelización con fortaleza, y a servir en las tareas que el Señor nos encomienda en su Iglesia con humildad. Los bautizados estamos llamados a dar testimonio de nuestra fe con alegría y valentía. Cuando los tiempos son recios Dios nos llama a ser amigos fuertes. No, no son tiempos fáciles para la fe, pero ningún tiempo anterior lo ha sido. Vivimos la fe, cada día, en precariedad y en estado permanente de combate con los ojos fijos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios (Hb 12, 2). Si somos conscientes de lo pobre que es nuestra fe, digámosle al Señor como los apóstoles: ¡Auméntanos la fe! (Lc 17, 5).