El otro día, un joven católico, que había salido a la calle a predicar el Evangelio enviado por su parroquia, nos contaba que se había encontrado con unos judíos con los que había estado conversando sobre Jesús y que, al final, terminó algo desanimado, pues, en lugar de convencerlos, aquellos hebreos le habían dejado a él sin argumentos, pues según ellos Jesús nunca había dicho que era Dios
Esta es la inaudita pretensión del Evangelio, mostrar que Cristo afirmó categóricamente que era el mismo Dios encarnado, salvador de los hombres, que fue crucificado y que resucitó al tercer día, que vive, que tiene poder sobre la vida y la muerte y que vendrá al final de los tiempos para juzgar a la humanidad y a la Historia.
Desgraciadamente, para el hombre del siglo XXI, acostumbrado a oír esto desde niño, a verlo representado en el arte, a leerlo sin pensar lo que lee, esta pretensión no le resulta sorprendente. ¡”Dejà vu”! Con la indiferencia propia de la modernidad, no se pregunta qué consecuencias tendría para su vida que esta pretensión fuese cierta. Pero es asombrosa hasta el punto que muchos autores de la crítica racionalista afirman que Jesús nunca se presentó como tal Hijo de Dios. El Jesús histórico habría sido un profeta como tantos otros, portador de una bonita enseñanza de amor y bondad, pero que jamás se autoproclamó Hijo de Dios. Eso fue, según ellos, una invención posterior de la Iglesia.
Otros autores afirman que Cristo, en los evangelios, se presenta efectivamente como Hijo de Dios, pero lo hace en sentido figurado y poético, no en su sentido literal. En este artículo me centraré en mostrar cómo el evangelio pretende presentar a Cristo como Hijo de Dios, no en un sentido figurado o poético, sino como algo real. No expondré más que algunas situaciones que lo muestran, ya que una exposición exhaustiva sería excesivamente larga y prolija.
Juan nos narra (Juan 8, 21-59) una larga dialéctica mantenida entre Jesús y los fariseos en el Templo de Jerusalén. En tres momentos de esa discusión, Jesús les dice: “Porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados”. Ellos, extrañados de esta afirmación le preguntan: “Pero ¿quién eres tú?, a lo que Cristo aparentemente no responde, ya que dice simplemente: “Os lo estoy diciendo desde el principio”. Un poco después les vuelve a hacer la misma extraña afirmación: “Cuando levantéis en alto al hijo del hombre, entonces reconoceréis que Yo Soy”.
En el fragor de la discusión, con los fariseos cada vez más exacerbados, se cruzan estas palabras: “Yo os aseguro que el que acepta mi palabra, no morirá nunca”. Le responden: “Tanto Abrahán como los profetas murieron y ahora tú dices: El que acepta mi palabra no experimentará nunca la muerte. ¿Acaso eres tú más importante que nuestro padre Abrahán? Tanto él como los profetas murieron. ¿Por quién te tienes?”. Tras un circunloquio, Jesús les espeta: “Abrahán, vuestro padre, se alegró sólo con el pensamiento de que iba a ver mi día; lo vio y se llenó de gozo”. A lo que los fariseos responden con natural extrañeza: “De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a Abrahán?”. Y entonces, Cristo les da una última y definitiva respuesta: “Os aseguro que antes de que Abrahán naciera, Yo Soy”.
Para nosotros, estas tres afirmaciones de Cristo (Yo Soy) pueden parecernos sin sentido y gramaticalmente incorrectas. No así para un judío. Yo Soy es el nombre de YHVH, que ellos no pueden ni siquiera pronunciar, pues su sola mención era y es sacrilegio. Cuando Dios se presenta ante Moisés en la zarza ardiente, y éste le pregunta su nombre, Dios le dice, por primera vez en la historia: “Yo Soy el que soy, explícaselo así a los israelitas: Yo Soy me envía a vosotros” (Gn 3,14).
Yo Soy, en hebreo, quitándole las vocales para que no se pueda pronunciar, es YHVH, de donde deriva Yahvéh y Yavé. Para un judío esto era claro como el agua. Ese hombre que afirmaba tener poder sobre la muerte, que decía existir antes de que hubiera nacido Abrahán 1800 años antes, y que había repetido tres veces hablando de sí mismo Yo Soy, ese hombre tenía la osadía de decir que era el propio Yavé. Doble terrible sacrilegio; pronunciar el nombre de Yavé y además, y sobre todo, decir que él era Yo Soy. Y lo decía, nada menos que en el Templo del Dios Altísimo al que había llamado la casa de su Padre. Por eso la reacción no se hace esperar. “Ante esta afirmación, los judíos tomaron piedras para tirárselas. Pero Jesús se escondió y salió del Templo”.
No sería ésta la única ocasión en la que quisieron lapidar a Jesús por equipararse a Dios. Unos meses más tarde del incidente anterior, otra vez en el Templo, Jesús vuelve a enzarzarse con los fariseos y les dice (Jn 10,17-42): “El Padre y yo somos uno”. Otra vez los judíos vuelven a tomar piedras para lapidarlo, y Jesús les dice: “He hecho ante vosotros muchas obras buenas por encargo del Padre. ¿Por cuál de ellas queréis apedrearme?”. A lo que ellos responden: “No es por ninguna obra buena por lo que queremos apedrearte, sino por haber blasfemado. Pues tú, siendo hombre, te haces Dios”. Entonces Cristo pronuncia una frase extraña y ambigua: “¿No está escrito en vuestra Ley: “Yo os digo, vosotros sois dioses”? Pues si la Ley llama dioses a aquellos a los que fue dirigida la palabra de Dios […], ¿con qué derecho me acusáis de blasfemia a mí, que he sido elegido por el Padre para ser enviado al mundo, sólo por haber dicho Yo Soy Hijo de Dios?”
Pudiera parecer que Cristo está aquí reconociendo que se llama Hijo de Dios en un sentido figurado, del que pudieran participar todos los judíos, según la Escritura. Pero es sólo una apariencia. Los que oían esta declaración de Jesús, al menos los fariseos, conocían las Escrituras al dedillo y sabían perfectamente que el salmo 82, de donde está tomada esta cita hecha por Jesús, dice: “Os aseguro: Todos vosotros sois dioses e hijos del Altísimo, pero moriréis como todos los hombres” (82, 6-7). Tan sólo un momento antes, Jesús había dicho: “El Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo. Esta es la misión que debo cumplir por encargo de mi Padre”. Es decir, él acababa de decirles que no iba a morir. Más aún, que iba a entregar voluntariamente su vida pero que la iba a recuperar resucitando. Es decir, que no era hijo del Altísimo de la misma manera que lo podía ser cualquier judío, condenado a morir como cualquier otro hombre. El se presentaba realmente como Hijo de Dios porque iba a vencer a la muerte.
Sin embargo, la alusión a esta cita de la Escritura bastó para crear confusión entre los fariseos que, además de luchar con su perplejidad, tenían que estar atentos a lo que pensase la gente que los rodeaba, que no conocía tan bien las Escrituras y que, por lo tanto, aceptaban que Cristo no había blasfemado al proclamarse Hijo de Dios. Juan nos dice: “Así pues, intentaron de nuevo detener a Jesús, pero él se les escapó de entre las manos”. Fue ese momento de vacilación, creado por esa cita, la que le permitió escapar.
Pero ¿por qué quería Cristo escapar? La clave está en la frase dicha por él mismo, citada anteriormente. “Nadie tiene poder para quitármela [la vida]; soy yo quien la doy por mi propia voluntad”. Sencillamente todavía no había llegado su hora. Cristo, el cordero de Dios, quería y tenía que morir en Pascua y el viaje a Jerusalén en el que ocurre esto, invierno, 25 de diciembre, fiesta de dedicación del Templo. Ese era el día de su nacimiento, pero todavía no el de su muerte.
Unos meses más tarde, llegada ya su hora, en Pascua, él mismo se dejaría encontrar en Getsemaní y cuando en el juicio ante el Sanedrín estaban a punto de tener que liberarlo por la contradicción de los testigos, él mismo se convertirá, voluntariamente, en su propio testigo de cargo. Marcos y todos los sinópticos (Mc 14,61-64, Mt 26,63-66, Lc 22,67-71) nos lo cuentan de manera casi idéntica.
Exasperado al ver que Jesús se le escapa por la falta de concordancia de los testigos, el sumo sacerdote le pregunta: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?”. Nada más fácil para Jesús que contestar con una evasiva dialéctica y probablemente eso era lo que temía, rabioso, el sumo sacerdote, previendo que, una vez más, el astuto galileo se le iba a escapar entre los dedos, esta vez estando ya detenido. Pero ahora sí había llegado para Cristo la hora de entregar su vida voluntariamente. Responde: “YO SOY, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Todopoderoso que viene entre las nubes del cielo”. ¡Clarísimo! Jesús aludía a un misterioso pasaje del libro de Daniel que dice (7,13-14): “Seguía yo contemplando estas visiones nocturnas y vi venir sobre las nubes a alguien, semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido por él. Se le dio poder, gloria y reino […]. Su poder es eterno y nunca pasará y su reino jamás será destruido”.
El Hijo del Hombre es una figura incomprensible para el judaísmo ya que es un hombre que comparte el poder de Dios, que juzgará a la humanidad al final de los tiempos; y eso no encajaba con su credo. Sólo en Cristo cobra sentido esta profecía. No hacía falta más para que lo condenasen. Cristo, en su vida pública, se había llamado continua y abiertamente a sí mismo el hijo del hombre. ¿No podrían haberle acusado muchas veces antes? No, porque ¿acaso no era un ser humano?, ¿podían haberle acusado por eso de blasfemia? Si lo hacían, tenía mil escapatorias posibles. Pero ahora no era posible ninguna otra interpretación. Además de pronunciar el sacrílego YO SOY, se había identificado explícitamente con esa misteriosa profecía de Daniel. Tampoco él quería escapar. El sumo sacerdote entendió la cita sin ninguna duda y con un grito de triunfo, teñido de incredulidad por esa, a su juicio, estúpida respuesta del astuto nazareno, se rasgó las vestiduras exclamando: “¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? […] Todos lo juzgaron reo de muerte”.
Este tipo de dialécticas con referencias a las Escrituras son muy corrientes en todo el evangelio. Para nosotros, que apenas conocemos las Escrituras, son difíciles de seguir pero para un judío instruido eran evidentes, ya que tanto Jesús como los fariseos, escribas, ancianos y saduceos sabían de memoria todos los textos sagrados.
Y qué decir del poder sobre la vida y la muerte. Ya he citado antes algún párrafo al respecto, pero el más poderoso es el diálogo entre Jesús y Marta, justo antes de la resurrección de Lázaro. Jesús llega tarde a propósito, cuando Lázaro ya ha muerto (Jn 11,21-27). Cuando se acerca, Marta sale a su encuentro hecha una hiena y le lanza: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Seguramente la mirada de Jesús la aplacó un tanto, porque añade: “Pero aun así, yo sé que todo lo que le pidas a Dios, Él te lo concederá”. “[…] Tu hermano resucitará”, le contesta lacónicamente Jesús.
Marta, imagino que con un tono del quien acepta la muerte pero no se consuela por la fe en la resurrección futura, le dice: “Ya sé que resucitará cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, al final de los tiempos”. Pero he aquí lo que responde Jesús a esa lejana esperanza: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que esté vivo y crea en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?”. La respuesta de Marta es: “Sí, Señor, yo creo que eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir a este mundo”. Es difícil encontrar algo más contundente.
Podremos pensar que el Evangelio es todo él una mentira, pero es difícil, si no imposible, pensar que en él se proclama a Cristo como Dios de una manera simbólica y poética. Verdad o mentira, en el Evangelio, que ya estaba escrito hacia el año cuarenta, se proclama a Cristo como Dios de una manera contundente, no simbólica ni poética. Los judíos también lo entendieron así y por eso mataron a Jesús. Ahora bien, si el Evangelio es una invención o una mentira, tendremos que ver quién se la pudo inventar y para qué. Lo analizaré en el próximo artículo.