En aquellos días se levantó María y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (San Lucas 1, 39-45).
COMENTARIO
Este pasaje del evangelio de Lucas resalta la figura de Isabel, que ya nos ha presentado como mujer de Zacarías: “los dos eran justos ante Dios” al relatar la concepción de Juan.
Siempre me ha parecido muy doméstico y cercano este pasaje evangélico del encuentro de las dos embarazadas, María e Isabel, joven virgen una y la otra entrando en la vejez ya estéril, que han concebido “porque para Dios no hay nada imposible”. Habitualmente se nos pone la visitación a Isabel como una muestra caritativa de María, la atención a su prima ya mayor y embarazada. Es posible además que la joven fuera también en busca de consejo y apoyo, ya que, no viviendo aún con José, su estado la ponía en una situación delicada ante sus vecinos. y Y, además desearía compartir con ella la alegría. El evangelio nos muestra en Isabel una estupenda figura de mujer madura y piadosa, nadie comprendería mejor la confidencia y la manifestación del gozo de su joven prima, porque, como ella, llevaba en sus entrañas la prueba del poder y la misericordia de Dios.
Las madres de dos figuras centrales en la historia de la salvación, el precursor y el mesías, se abrazan y en su gozo compartido proclaman la gloria del Señor. Aunque no figura en este fragmento, sabemos que María estalla a continuación en su canto del magníficat, parecido al de Ana la madre de Samuel agradecida por su maternidad, y tomado también de otros salmos de alabanza, que ella había hecho suyos en la continua recitación en el templo y la sinagoga.
En estos días de aceptación social del repugnante crimen del aborto, me gusta especialmente este pasaje, en el que Jesús recibe como Dios, su primera gloria y alabanza en boca de dos embarazadas, cuando es tan solo un embrión de hombre.
Nos dice el texto, que Isabel se llenó del Espíritu santo, y también llena de gracia estaba María, como le dijo el ángel en la anunciación. Porque para reconocer a Dios en su hijo y sus obras, es precisa la infusión del espíritu. Así se lo dice Jesús a Pedro cuando lo confiesa como mesías. “Tú eres el Cristo de Dios vivo” (Mt 16, 15-17) y Jesús replicó.” Dichoso eres Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi padre celestial”, y San Pablo asegura “Nadie puede decir Jesús es el Señor sino es por la acción del Espíritu Santo” (1Co 12,3)
Esta gran mujer Isabel, madre del Bautista, le dice a María una frase a mi entender muy importante: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. El cielo y la tierra pasarán dice Jesús en el evangelio, pero mis palabras no pasarán. Dios se nos muestra siempre como un refinado caballero en el que se puede confiar, porque, fiel a su palabra, cumple sus promesas y es agradecido y generoso con los que creen profundamente en él. La fe está continuamente referida en el evangelio en todos los signos curaciones y milagros de Jesús que resalta frecuentemente: “Tu fe te ha salvado”, o “si tuvierais fe como un grano de mostaza” y añade además el perdón de los pecados, que solo puede conceder Dios como prueba de su poder.
Nuestra insistente oración parece disolverse en el espacio y no llegar a los misericordiosos oídos de nuestro Dios. Pero, ¿cómo está esa fe que debe acompañar la petición?, aquél padre que pedía la curación de su hijo suplicaba humildemente a Jesús: “Señor aumenta mi fe”.