Antes de abordar la figura de esta asombrosa mujer, amiga hasta los recovecos más íntimos y profundos de nuestra alma, es conveniente tener en cuenta las denuncias proféticas de la que Israel es objeto en épocas de su historia en las que su relación con la Palabra de Dios ha alcanzado un punto tal de relativismo y conformismo legal, que da lugar a una mediocridad rayana en el escepticismo.
Como paradigma de estas denuncias recogemos ésta de Jeremías. El profeta sufre en su propia carne la insensatez a la que han llegado los israelitas en su relación con Dios. Todo ha quedado reducido a un culto exterior y formalista. Ante tal situación, Jeremías les recuerda que lo realmente importante en su relación con Dios, y tal y como Él mismo les anunció, es que escuchen su voz, su Palabra: “Escuchad mi voz y yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo, y seguiréis todo camino que yo os mandare, para que os vaya bien” (Jr 7,23).
Escuchadme, prestad atención a mis palabras, ellas son vuestra vida, vuestra prosperidad; ellas os mantendrán bajo mi amparo, yo cuidaré de vosotros… Israel no hizo caso, no quiso obedecer. Se centró en un culto exterior, algo así como para guardar las apariencias. Un culto que mantiene la relación con Dios sólo con los labios, mientras que su corazón se alejaba más y más (Is 29,13).
Tanto se distanció Israel de Dios que la Palabra llegó a ser algo no sólo superfluo en sus vidas, sino también tan extraña a su obrar que ya no tenía que ver nada con ellos, era como si escucharan de espaldas. Así se lo hace notar Dios por medio de su profeta: “Mas ellos no escucharon ni prestaron el oído, sino que procedieron en sus consejos según la pertinacia de su mal corazón, y se pusieron de espaldas, que no de cara” (Jr 7,24).
Como podemos observar, Israel ha aprendido en su perversidad a nadar y a guardar la ropa, es decir, a cumplir con Dios y, a la vez, darle la espalda. Todo lo contrario al cara a cara que marcaba la relación de Moisés con Dios (Nm 12,7-8).
Este cara a cara con Dios es no sólo recuperado sino, más aún, alcanza su plenitud en Jesucristo. También los que viven en Él conocen este cara a cara con Dios. Hablamos de sus discípulos. Refiriéndonos a ellos queremos presentar uno de los iconos más lúcidos del discipulado: María de Betania, la hermana de Lázaro y de Marta.
María, que sentada a los pies de Jesús escuchaba su palabra, tal y como nos es presentada por Lucas, es, como ya he señalado, una de las imágenes más notorias de lo que es el discipulado, y lo es por la semejanza con su Maestro. También Él, el Señor Jesús, desarrolla su misión delante de quien le ha enviado: su Padre.
A este respecto, tenemos un testimonio profético de una belleza tan luminosa como imperecedera que nos ofrece Isaías. Oigamos este rasgo tan peculiar que nos muestra acerca del Mesías: “Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar” (Is 53,2).
La imagen que nos presenta el profeta acerca del Mesías no puede ser más rica y significativa. Crece delante del Padre, y a los ojos humanos no tiene ninguna prestancia; no es más que una raíz plantada en tierra árida, casi desértica, por lo que parece que no va a dar ningún fruto. No tiene apariencia ni presencia. El rechazo está cantado, y así fue en efecto: ¡No es más que el hijo de un carpintero! Por si fuera poco, no parece que haya estudiado gran cosa. No posee ningún título en las ciencias sagradas.
Ya, de acuerdo, en todo eso tuvieron razón, sólo que descuidaron lo realmente importante: ¡Que había crecido delante de Dios, que estaba delante de quien no tiene en cuenta ni la apariencia ni la presencia! (1S 16,7). Lo que realmente cuenta para Dios es si su enviado está o no delante de Él; pues sólo quien está así, con sus ojos y oídos tendidos hacia Él, puede cumplir su misión. Es más, la misión hace relación al que envía tanto cuanto más el enviado es raíz de tierra árida o piedra desechada (Mt 21,42); son imágenes catequéticas que se corresponden y se cumplen plenamente en Jesucristo.
El Señor Jesús, el Hijo, fue plantado, creció y permaneció, se mantuvo firme delante del Padre a lo largo de toda su misión. Cómo no recordar con tierno estremecimiento sus propios testimonios: “Jesús, pues, tomando la palabra, les decía: En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, eso también lo hace igualmente el Hijo” (Jn 5,19). O este otro: “Yo hablo lo que he visto junto a mi Padre” (Jn 8,38). Y tantos y tantos más.
Ángel Moreno.