El Tiempo litúrgico, aún siendo Ordinario tiene los sabores de las cosas nuevas, saladas en Cristo, que ya no se pierden porque son eternas. Apuntalar la imaginación, y hasta la fantasía sobre la piedra firme, incandescente, de los Evangelios deja unos sabores de conocimiento que construyen vida dentro de la luz, dentro de la sala que engendra la vida, en la relación de amor con Cristo, en su Iglesia.
La propuesta de ser una célula viva del mundo infinito, universo vivo del Cristo total, no es el invento estéril de un hombre alienado, que llamase a los necios a ser parte de utópicas huestes de un reino celeste, cósmico, eterno, pero inalcanzable. Esa enorme llamada, que modula la historia del hombre, está escrita en los genes. Muchos charlatanes se aprovechan de ella, pero no se nos llama aún a eso desde el Evangelio.
Es posible que sea realidad palpable, cuando venga el Cristo total en su gloria, cuando acabe el tiempo. Pero ahora nos basta con la sencillez de las cosas diarias, en las que se manifiesta, a los hombres que saben mirar, el poder del reino. En la luz de unos ojos, en la risa de un niño, en el abrazo envolvente y cálido de un amigo seguro, en la mesa de pan compartido, en un trabajo honrado, en un salario justo, y hasta en la muerte que nos corta el ánimo. En todas las cosas que nos pasan, y en las que no nos pasan, pero son el alma de nuestra esperanza; en las minucias de todos los días, pasadas por la trama fina de la fe, está aquí y ahora el reino del Padre al que nos llama el Señor Jesús para vivir en ellas la fe del cristiano. Estallarán después en claridad celeste, el último día, pero aquí son pequeñas cosas a nuestra medida. En ellas cabe plenitud de gracias, las gracias que tienen las gentes humildes, las que tuvo y que tiene María, la Madre.
Manuel Requena