Después de esto iba él caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes. (Lc 8,1-3)
¿Por qué quiere subrayar la Liturgia hoy la feminidad efectiva del servicio en cuerpo, alma y economía en aquel primer núcleo de Iglesia en el mundo? Jesús estaba fuera ya de la Sagrada Familia, de José y María. Se había rodeado por voluntad propia de doce hombres elegidos por Él, dispares en formación y trabajos, pero unánimes en la confianza y amor a su propia persona que, primero intuyeron, y enseguida creyeron firmemente ser el Cristo esperado. Algunos habían sido ricos, como Mateo, otros vivieron de su trabajo, pero de ninguno se dice que aportaran sus bienes a la economía del grupo, sino que dejándolo todo siguieron a Jesús.
A las mujeres en cambio, no se nos dice que el Señor las llamara directamente al seguimiento por el camino, o a la generosidad de la intendencia del grupo, pero Lucas, que cuenta lo que sabe porque lo investigó, dice que allí estaban sirviendo y ayudando “con sus bienes”. Incluso sabe Lucas el número de sus demonios y sus enfermedades anteriores de las que habían sido liberadas. Hoy algunas de esas noticias entrarían en la protección de la intimidad, pero Lucas nos las da como Buena Noticia, como Evangelio. También componían la extraña caravana de ciudad en ciudad, “otras muchas mujeres que les servían con sus bienes». Realmente nos queda mucho que estudiar y aceptar de la feminidad generosa en la Iglesia.
No eran mujeres piadosas que iban al templo o a la Sinagoga todos los días a rezar, como aquella Ana hija de Fanuel, sino rescatadas –alguna al menos–, del poder de los diablos, curadas de enfermedades y convertidas por la Palabra a la persona de Jesús. Así hicieron comunidad y aglutinaron la primera Iglesia, sirviéndole a Él y al grupo de los Doce. Una nueva forma de compartir, de convivir, de confiar en la Providencia, de mirar juntos a un hombre único, fuente de toda limpieza y gracia que necesitaban, estaba naciendo en aquellos caminos de Israel, que unían las ciudades y pueblos receptores en la “proclamación y anuncio” del Evangelio.
Lucas da el nombre de tres de aquellas mujeres, de las que María Magdalena es la más conocida por nombrarla todos. Mateo nos da otros dos nombres más (Mt 27,55) de las que luego estaban también mirando de lejos la Crucifixión, pero ambos evangelistas dejan claro que iban «otras muchas mujeres que servían con sus bienes», desde Galilea, y lo hacen puntualizando y contrastándolo sobre un contexto de grandes multitudes que por su fama seguían ya a Jesús (Mt 4,23). Para decirnos el éxito que estaba teniendo el Evangelio ‘desde el principio’, no tendrían que individualizar al grupo de diaconisas, “mujeres que servían con sus bienes”, (diekonoun) (Lc 8,3). Ni tampoco nos dice Lucas que esos bienes suyos, con los que servían, fueran solo económicos, sino que más bien sugiere una entrega personal a la causa de la evangelización, porque las mujeres en Israel no eran precisamente las titulares de los grandes patrimonios familiares, aunque muchas se mostraron las mejores administradoras en toda la historia sagrada.
El término griego que usa Lucas para determinar el servicio, es uparjónton, que se traduce casi siempre por bienes, y que nosotros entendemos por inercia inmediata de su uso actual, en su aspecto económico. Pero en realidad tiene otras riquezas semánticas que son más evangélicas. Aunque parezca un atrevimiento cientifista, –Dios me libre–, se trata de un participio de presente del verbo uparjo, que significa en el griego de la época lucana, “Ser, haber, estar, tener a disposición, tener en común, comenzar. Etc (A.T. ָה ָיה , Ez. 16:49. ֵישׁ , Mal. 1:14..5:5 .Am ָא ֶון).
Si lo traigo a la brevedad de este comentario, es porque ese significado me parece una definición más rica, precisa y concreta de los bienes que compartían las diaconisas, las mujeres que “eran, estaban, tenían a disposición, y comenzaban” a vivir de nuevo con Jesús. Esa disposición personal no es algo que haya acabado en la Iglesia, sino que la ha acompañado “desde el Principio”, estuvo en la Eucaristía, estuvo bajo la cruz, estuvo en Pentecostés, y hasta el final de los tiempos estará, porque es el eterno femenino de la Iglesia, que en muchos de sus bienes dependerá siempre de ellas. Y no porque lo diga el Cantar de los Cantares, sino porque es una realidad comprobable cada día.