«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros”». (Lc 6,27-38)
1) Es sabido que San Lucas, en la ideación de su texto evangélico, sigue un esquema diferente a San Mateo, porque él presenta el periplo de la vida pública de Jesús como un éxodo hacia la cruz-resurrección-ascensión. De hecho, como ejemplo de estas diferencias, el Sermón de la montaña, que en San Mateo ocupa tres largos capítulos, en San Lucas —aparte de decirnos que lo pronunció en una llanura (6,17)— se lo despacha en 20 versículos (6,29-49), en los que, sin embargo, condensa sustancialmente todo el contenido de los capítulos 5, 6 y 7 de San Mateo: primero expone las bienaventuranzas (que leímos y meditamos ayer), luego el texto central sobre el amor a los enemigos (que es la perícopa de hoy), al que siguen algunas breves parábolas, para terminar con una corta conclusión (la comparación del que escucha la Palabra y la pone en práctica con quien edifica sobre roca o sobre arena).
2) Como acabamos de apuntar, el evangelio de hoy es muy denso: es una ilación de más de veinte frases, a cual más repleta de evangelio puro, sin conservantes, ni colorantes o aditivos extraños; cada una muy contundente, sucinta y clara como el agua cristalina. Ciertamente no se puede decir más en tan poco. No sería acertado pararse solo en una frase, como si las demás no fueran igualmente importantes: todas forman un conglomerado único cuyo mensaje nuclear es el mismo: el amor a los enemigos, es decir, la piedra de toque del cristianismo, el termómetro que mide la temperatura de nuestra fe y nos indica —casi siempre— que, en ese aspecto, estamos fríos, si no gélidos: «pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?».
3) Y es que, la verdad es que se ha de madurar mucho en la fe, se ha de estar muy abiertos a la gracia, sin ponerle condiciones al Espíritu Santo, para llegar a ese punto de amar a quien te desea el mal o te odia, a aquel que te tiene ojeriza, al no te traga ni tú lo tragas a él. ¿Por qué? Pues, sencillamente —o mejor, no digamos sencillamente, sino difícilmente; más aún, muy difícilmente; pero no olvidemos que lo que es difícil o imposible para nosotros, es posible para Dios, «porque para Dios nada hay imposible»: Lc 1,37)—, sencillamente, decía, porque antes hay que tomar conciencia del propio pecado, de ser un pecador, de haberse conocido como enemigo de Dios, de haber merecido la condenación eterna y ser catapultados al infierno por nuestros pecados, por habernos empecinado en el mal, por haber hecho las paces con ellos…; y después ser igualmente conscientes del perdón de Dios, de su misericordia, habiendo comprendido finalmente lo que significa y encierra el amor al enemigo: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Cuando yo pueda imitar a quien dijo «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), habré comenzado a matricularme en la escuela de Jesús con el deseo de sacar buenas notas y aprobar el curso…, el curso de esta vida, destilando perdón y misericordia, «pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros». Por fortuna —quiero decir, por gracia de Dios—, ¿será esto el primer paso para entrar en la casa de la humildad?
4) Si la lengua es el áspid venenoso del cuerpo, el juicio es el cuchillo mortal del alma. No me resisto a consignar la extrema importancia de no juzgar a nadie: principalmente porque nunca tenemos una idea cabal de lo que pasa en el corazón del prójimo, allí donde solo puede entrar el Espíritu Santo, recinto que violamos con facilidad pasmosa con nuestros juicios, envueltos frecuentemente en subterfugios como «no es un juicio, es una lectura de los hechos», «es un diagnóstico»…, cuando lo categórico es «No juzguéis y no seréis juzgados»; ¡y es mucho más temible el juicio de Dios que el de un hermano!
5) Pero el día de hoy tiene, además, una connotación especial: el calendario nos sitúa en la efemérides del «bautizo» de la Virgen, cuando sus padres le pusieron nombre: hoy es la conmemoración del Dulce nombre de María o Míriam. ¡Cómo no dirigir la vista hacia ella, Reina del cielo, Reina de los Ángeles, Reina de todos los Santos, Reina de la Paz…! Reina Madre por Madre de Rey. Y Reina porque nadie como ella cumplió humildemente en grado sumo todas y cada una de las bienaventuranzas, incluso las que no figuran en el Sermón del monte o de la llanura —«Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27)—. A esta Madre alzamos los ojos para buscarla en las alturas, los ojos de nuestro corazón permeado por el pecado original, tan necesitado del calor de su regazo —«como un niño en brazos de su madre» (Sal 131,2)—. Déjame, Madre del alma, que me envuelva en tu manto, que me cobije en él durante este valle de lágrimas y que a ti me encomiende, ahora y en la hora de la muerte; porque si el Dios todopoderoso, omnipotente y justo, oyó las súplicas de aquel malvado siervo cruel que debía una cantidad incalculable a su señor, mostrándole una misericordia sin límites (ver Mt 18,21-35), ¿cómo no te va a escuchar a ti tu Hijo querido, a quien concebiste, diste a luz, amamantaste, criaste, educaste y lo acompañaste hasta que inclinó la cabeza y expiró? Por favor, dile otra vez —ahora que resucitado reinas con Él, resucitada tú también— que cambie mi agua en vino. ç
Jesús Esteban Barranco