Si observamos la sociedad que nos rodea, no hablo en término genérico sino de la más cercana: tu familia, tus compañeros de trabajo, tus hermanos en la fe, tus contemporáneos y amigos, confirmaremos que esa necesidad de coger la manzana que tuvo Eva para auto confirmarse nos persigue.
Qué complicado es plantear algo a un grupo, ya no digo la comunidad de vecinos, ni el equipo de amigos que se reúnen para jugar al fútbol, ni tan siquiera los que quedan para ir al cine, voy incluso a los que se reúnen porque tienen la misma fe, con la intención de ordenarles algo.
Cómo nos llega, hasta lo más profundo de nuestro ser, que otro nos diga lo que tenemos que hacer. Sientes como si alguien te estuviera arrancando un trozo de ese yo que hace lo imposible para ser visto, notado, valorado, creído… Creemos que defendiendo nuestra verdad nos damos a nosotros mismos el ser. Cada vez que por defender la idea que tenemos sobre cualquier asunto, caemos en las profundidades de la ira, la violencia, el odio, el juicio o cualquier otro pecado similar, nos confirma que estamos sufriendo el mismo sentimiento de desnudez y de individualismo que experimentó Eva.
La soberbia te exilia a la soledad, a encontrarte en un mundo donde solo vives tú defendiendo tu fortaleza, tu obra, tu realización, en definitiva, tu torre de babel. Es la que destruye la comunión, la comunicación con el otro; devasta los matrimonios, la relación entre las familias…
Bien es verdad —doy fe de ello— que los trabajos se han convertido en las galeras modernas donde, al ritmo del tambor, remamos y remamos para llevar a buen puerto a personajes que dirigen las empresas con el único objetivo de enriquecer su cuenta corriente y su ego; no te aportan ningún beneficio económico o personal, ni tan siquiera puedes aprender algo de su forma de dirigir o de los conocimientos profesionales que les avalan, ya que suelen ser bastante precarios. A estos los obedeces, chirriando los dientes, porque el miedo a perder tu trabajo es mayor que tu dignidad, mientras que a los que se encuentran en el otro lado —me refiero a los dirigentes políticos— te sometes y pagas las tasas impuestas porque no te dejan más escapatoria o porque no tienes lo medios para evitarlos.
Pero esto no justifica nuestra rebeldía. ¿O es que escuchamos a nuestros mayores y seguimos sus consejos? ¿Atendemos a aquel que tiene más experiencia que nosotros y que buenamente nos quiere ayudar? ¿Respetamos al compañero de trabajo que sus conocimientos van a la par que sus canas? Diría que no. La única verdad que entendemos es la nuestra y esto nos lleva a escucharnos a nosotros solamente y aquí comienzan todos los males, ya que la soberbia prohíbe amar, escuchar, justificar, dar…, por lo tanto sus frutos son la amargura y la soledad.