La primera vez que visité Galilea, no tuve ocasión de pisar esta singular montaña sagrada. Tampoco me importó entonces demasiado, pues me bastó con tomar unas cuantas fotografías a distancia de su entorno para traerme el recuerdo y colocar así una marca en la lista de “sitios de interés visitados”. Pero no fue hasta hace unos pocos meses, al tener una nueva oportunidad de volver a Tierra Santa, cuando me di cuenta del emocionante suceso que dos mil años antes en él había acontecido. Unos pobres apóstoles, testigos del decreciente atractivo de Jesús sobre las masas; de los enfrentamientos con los fariseos, incapaces de aceptar la halajah (interpretación) de la Torah enseñada por Jesús; de la enemistad con los saduceos (que ejercían el control del templo y de la vida espiritual y política de Israel), y que subían deprimidos a causa de las palabras que Jesús les había dirigido, tan solo seis días antes en Cesarea de Filipo, estaban de nuevo situados en la cima del mundo: ¡Habían visto el Reino!
Cerca de Nazaret, en el camino que lleva a Corazim y rodeado por tres pequeñas aldeas árabes, Shibli al este, Umm-el-ghanam al sureste y Daburiya al oeste, se encuentra situado el dorado Monte Tabor (Har Taver, en hebreo; Jebel a’tur, en árabe), o Monte de la Transfiguración. Límite entre Isacar y Zabulón en el reparto de la Tierra prometida; su cumbre, graciosa y aislada, vista de este a oeste (desde Kfar Tabor) es muy aguda, mientras que si se divisa de sur a norte (desde Afula), es redondeada. Efectivamente una antigua tradición local afirma que fue en aquella montaña alta, -cuya altura no se eleva más de 400 m. por encima de su entorno- en la que se produjo la experiencia de la Transfiguración (Mt 17, 1-8).
Aunque en realidad no es tan sencillo ubicar el lugar de la vivencia. En principio porque la zona queda algo alejada de la falda del Monte Hermón (aproximadamente unos noventa kilómetros) que es por donde andaban los apóstoles durante el episodio ocurrido en Cesarea de Filipo, protagonizado por el impulsivo Pedro (Lc 9,18-22). Tan solo seis días después, ya se hallaban en el monte alto (Marcos 9,2). Esto sin considerar que en el año 29, la cumbre del Tabor estaba ocupada por una fortaleza Hasmonea. Por tanto la transfiguración según varios autores, bien pudo haber tenido lugar en el Monte Hermón (que puede traducirse por monte apartado). Ningún Evangelio nos ha trasmitido el nombre del monte en el que tuvo lugar la Transfiguración; si bien una antiquísima tradición, que remonta al siglo II y que seguramente empalma con los tiempos apostólicos, la ubica en el Monte Tabor. En verdad se trata de una tradición antiquísima y muy digna de fe, aunque es claro que tanto los apócrifos, como los Padres y los escritores eclesiásticos no tuvieron mayor interés en localizarla en un lugar mejor que en otro.
Luz que transforma
Para poder sanar de su ceguera interior, Pedro, Santiago y Juan, además de oír al Señor, tenían que ver y sentir parte de esa naturaleza hasta entonces oculta, de verdadero Hombre y verdadero Dios, imposible de experimentar en el contacto diario. Sin duda, la imagen del Jesús que conocían quedaba aún bien lejos de ese Mesías triunfador que estaban esperando.
La aparición de los dos testigos, Moisés (dispuesto a que su nombre fuese borrado del Libro de la Vida, a cambio de que no desapareciese el honor del nombre YHVH ni su amado pueblo Israel; Ex. 32) y Elías (cuya vida fue un absoluto fracaso por servir a Dios, ascendiendo después al cielo sin ver la muerte; 2 Reyes 2,11), fue para ellos el signo de que su amado Maestro, se contaba entre los grandes neviim (profetas) de Israel.
“Este es mi Hijo, el Amado, escuchadlo” (Mt 17,5). Esas palabras también resuenan fuerte en cualquiera que suba al monte, porque no es menos cierto que en algún momento de nuestra vida se ha cumplido este mandato del Padre, pues de lo contrario, difícilmente podríamos haber conseguido alcanzar la cima. Palabras, que no por haberlas oído muchas veces, éramos capaces de otorgarles importancia, pero que poco a poco y a medida que íbamos caminando hacia nuestra teshuvah (conversión), hemos caído en la cuenta de su verdadero significado: que el fracaso puesto en las manos de Jesucristo se torna glorioso (se transfigura); que el camino hacia el cielo, pasa necesariamente por la cruz y el sacrificio. Una experiencia mística indispensable para que sus tres talmidin (discípulos) pudieran mantenerse firmes durante los críticos momentos de Getsemaní.
¡sea la muerte nuestro mayor nacimiento!
“Domini bonum est nos hic isse”. Verdaderamente allí se está muy bien, por eso no me atrevo a imaginar cómo será el cielo prometido que nos espera. Bajo las escenas evangélicas del ábside, la solemne oración del Shemá (Escucha Israel), al caer de la tarde, resuena en los muros de la Iglesia franciscana y en los corazones de cuantos oran en silencio, en el interior de la cripta.
Ya fuera, y mientras la brisa fresca del atardecer galileo te acaricia el rostro con aromas a encinas, algarrobos y pinos, es un verdadero gozo poder contemplar la impresionante panorámica del Valle de Jezreel, (Ha’Emek, “El Valle”, en hebreo), el más grande de Israel y el mismo donde la profetisa Débora reunió secretamente un ejército 10.000 soldados israelitas, que bajo el mando de Barac, derrotó a Sisara en el Torrente Quisón, obligándole a huir. Girándonos hacia el noreste, la atención se fija de inmediato en las masas gigantescas del Gran Hermón, y luego los ojos se dirigen al Valle del Jordán, al Lago de Tiberíades y a las cadenas montañosas del Hurón, el Basán y el Galaad. Hacia el sur se encuentran Naim y Endor al pie del Jebel Daby o el Monte Moré (Jueces, 7, 1); un poco más allá, se divisa el monte Gelbo. Hacia el oeste, la fértil llanura de Esdrelón se prolonga hasta el Monte Carmelo e innumerables sitios bíblicos e históricos hacen que la imaginación vuele al pasado.
Al igual que los discípulos, cuando bajaban del monte, también yo tenía la certeza de que Dios protegía a Jesús como su Hijo, y que tanto Moisés como Elías, así lo habían reconocido. Por eso, para nosotros tampoco ya hay lugar para la depresión o la tristeza, pues la enseñanza del Tabor nos asegura que la oscuridad de nuestro cuerpo, un día se transformará también en luz; y que incluso hoy y ahora, por encima de nuestras miserias y apariencia, somos templos vivos del Espíritu Santo.