Dios encuentra fuerza en la debilidad humana, y hace fecunda toda esterilidad. “Me presenté a vosotros débil y temeroso…” (1Co 2,3) dice Pablo, para mostrar a los suyos sus credenciales ante Cristo Jesús. Y estéril era Sara, la madre de Isaac, cuando Abrahán recibió la promesa de una descendencia numerosa, y también Ana, la madre de Samuel, que ungió con el óleo santo al rey David, e Isabel, la madre de Juan, el que anunciaría la venida del Mesías, y la madre de María, en cuyo seno se encarnó Jesús, el Hijo de Dios. La historia de la salvación se adorna así, con la gracia que alcanzan los que se abajan y se humillan: “…porque ha mirado la humildad de su sierva…”, testifica María en el canto del “Magnificat”.
Pero en ocasiones, modelando con el aliento divino las carencias de la voluntad humana, el Señor, en el misterio inefable de su amor a los hombres, ha querido manifestar de muchas maneras la predilección que siente por las criaturas que son obra de sus manos, aún después de que el pecado truncara la felicidad del Paraíso, donde conforme al primigenio plan de la creación, no tenían cabida el dolor y la muerte.
Y de la misma manera que algunos de los santos de Dios fueron arrebatados de la tierra al cielo sin conocer la muerte física, a otras almas bienaventuradas las eligió en el mismo claustro materno, santificándolas antes de nacer, y predestinándolas para la Gloria Eterna.
Así lo dice el salmista con cantos inspirados, gloriándose en la maternidad infinita de Dios, que nos alcanza con inefables ternuras apenas concebidos: “…tú eres quien me sacaste del seno materno; y mi esperanza desde que yo estaba colgado de los pechos de mi madre. Desde las entrañas de mi madre fui arrojado en tus brazos; desde el seno materno te tengo por mi Dios” (Sal 21,10-11) Y de la misma manera cuando exalta al Dios providente que todo lo ve, hasta lo más recóndito, allí donde nos engendró el soplo divino que da la vida: “Todavía era yo un embrión informe, y ya me distinguían tus ojos” (Sal 138,16).
«heme aquí, envíame a mí»
Según él mismo lo confiesa, Isaías, hijo de Amós, recibió la vocación muy joven, quizá a la edad de veinte años, en que tuvo una visión del Señor, al que contempló sentado en el trono de los serafines, uno de los cuales voló hasta él con un ascua de fuego tomada del altar, y tocó sus labios para liberarlo del pecado (Is 6).
Pero no es hasta que entona los “cánticos del Siervo”, con palabras penetrantes y amorosas, que el profeta confiesa apasionado: “…y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre”. Para proseguir con los versos vehementes de su vocación celestial: “Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano, me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba”.
Nunca se habían escuchado frases tan bellas, nunca el alma humana se vio sobrecogida de tal modo por la voluntad divina, nunca la metáfora literaria sirvió con tan puntual justicia y sumisión a los designios del amor. Y el profeta se anonada: “Y ahora habla el Señor, que ya en el vientre me formó siervo suyo…” (Is 49,1-5).
Jeremías, hijo de Jelcías, es el profeta que más nos cuenta de su vida en su relato profético. Recibe la misión muy joven, y como Moisés, se manifiesta temeroso y desconcertado por la propuesta del Señor. De este modo lo anuncia a todos: “El Señor me dirigió la palabra: —Antes de formarte en el vientre te escogí, antes de salir del seno materno te consagré y te nombré profeta de los paganos” (Jr 1,4-5).
Esta misma manifestación la encontramos en San Pablo, cuando nos relata sin ambages su pasado como “perseguidor de la Iglesia de Dios”, para añadir a continuación, cuando ya está entregado al apostolado de Cristo: ”Pero cuando plugo al que me segregó desde el seno de mi madre, y me llamó para su gracia, para revelar en mí a su Hijo, anunciándole a los gentiles…” (Gal 1,15).
Como puede apreciarse, la formula de Jeremías sobre su santificación claustral es mucho más radical, pues la elección del Señor se produce “antes de formarse en el vientre”, y así, es anterior a su existencia como hombre en una encarnadura mortal.
Juan Bautista es otro de los preferidos del Señor, y Jesús lo distingue entre los profetas cuando dice: “Yo os digo: no hay entre los nacidos de mujer profeta más grande que Juan” (Lc 7,28). A él también lo eligió Dios en el vientre de su madre Isabel, cuando exultó en su seno al reconocer al Mesías que debía anunciar, después del saludo de María a su madre. Así, el Santificador de los hombres, hace sentir sus efectos salvíficos sobre un Juan nonato. Así se lo había anunciado el ángel del Señor a Zacarías, su padre, en la ofrenda del incienso: “…y todos se alegrarán de su nacimiento, porque será grande en la presencia del Señor” (Lc 1,14).
engendrado de una virgen consagrada
Y como paradigma de tan brillantes sucesos en la escala humana, es la santidad infinita del propio Hijo de Dios la que es reconocida en el vientre de una mujer gestante por el testimonio de Isabel, la prima de María, por cuya boca habla el Espíritu Santo para confesar por primera vez al Niño Dios que crece en el seno de una virgen consagrada, cuando la saluda diciendo: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”, pues así se lo había anunciado el ángel a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo…”.
Y que duda cabe, y así lo proclama la Iglesia con el dogma de la Inmaculada Concepción, que también la Madre de Dios, María, el crisol donde se forjó para los hombres la vida de la gracia redentora, fue distinguida por el Señor con tan sublime prebenda de nacer santificada, pues así la saludó el ángel que anunció a Jesús: “Salve, llena de gracia, el Señor es contigo”, y María, lo confirma alborozada en su éxtasis: “…porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo” (Lc 1,49).
Señor, si hombres y mujeres como nosotros, fabricados con el mismo barro de Adán, y forjados en la misma fragilidad de la carne, fueron tan gratos a tus ojos, y merecieron ser distinguidos con tan inefables y maternales muestras de tu amor, miramos también a nosotros, pecadores, con rostro compasivo y misericordioso, y otórganos la gracia de que seamos tus testigos, ahora, aquí, en la tierra, y después, en la gloria del cielo, por los merecimientos infinitos de tu muerte redentora en la cruz y de tu resurrección gloriosa. Amén.