II Domingo del Tiempo Ordinario. Is 49,3.5-6; Sal 39; 1 Co 1,1-3: Jn 1, 29-30
Sin duda, tanto la lectura del profeta Isaías, como el texto evangélico que hoy nos propone la liturgia dominical, tienen un claro sentido cristológico. Jesús es quien personaliza la visión del profeta: “Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso”. “Te hago luz de las naciones para que mi salvación llegue hasta el confín de la tierra”. Y Juan el Bautista señala a Jesús no solo como Mesías, o como Cordero de Dios, sino como Hijo de Dios.
Aunque acabamos de iniciar el Tiempo Ordinario, es imposible perder la memoria del misterio que acabamos de celebrar en los días de Navidad y Epifanía. Es a la luz del nacimiento y manifestación de Jesús como se comprenden mejor los textos de este día.
Aunque el núcleo del mensaje es la presentación de Jesucristo como merecedor de nuestro seguimiento, también es posible leer los pasajes citados aplicándonoslos sin vana pretensión, sino precisamente desde el acontecimiento revelado en la persona de Jesús.
No es hacer violencia a la revelación si cada uno personalizamos las palabras que hoy se proclaman: “Desde el vientre me formó siervo suyo”. “Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas”. “Llamado a ser apóstol”. Es por Jesucristo y en Él donde cada uno podemos descubrirnos elegidos, amados, llamados, enviados.
Nuestra incorporación a la vida de Jesucristo por el bautismo nos permite sentir la llamada y la elección, que supera nuestra imaginación.
Te invito que para este tiempo nuevo, traigas a tu memoria expresiones que te dejan gustar el don de la existencia como mejor manifestación del amor de Dios. “Tú has tejido mis entrañas”. “Tú me sondeas y me conoces”. “Estaba yo en el seno materno, y tú me sostenías”. Si haces tuyas de verdad estas expresiones bíblicas, aunque se te presente un tiempo difícil, no sucumbirás.
Somos personas consagradas por el bautismo, y llamadas por Jesús para ser sus mensajeros. El hombre de hoy necesita el testigo que le demuestre con la vida la coherencia de la fe. Jesús va a decir a los suyos: “Vosotros sois luz del mundo”. “Vosotros sois sal de la tierra”. No nos arrogamos identidad, sino que estamos hechos para difundir la Luz, que es Cristo.