Llegados a este punto, hay algo que parece que no encaja. ¿Cómo pueden cenar juntos, cara a cara, Dios y el hombre? El Trascendente con el que vive en tierra. ¿Dónde queda el Misterio insondable de Dios? ¿Acaso se diluye Dios para adaptarse a la mente del hombre? No parece posible, pues entonces ya no sería Dios. No puede serlo si cabe en nuestra mente. Parece como que Dios ha desencajado su Ser eterno y omnipotente cuando nos da a conocer su “última ocurrencia”: cenaremos juntos, él conmigo y yo con él.
Es cierto que podemos pensar así, pero sólo desde nuestra limitada razón tan intelectual ella, tan pagada de sí misma, y que no tiene en cuenta la audacia de Dios. Audacia que le mueve a enriquecer sin medida al hombre. Audacia ante la que quedó tan rendido Pablo que no tuvo más remedio que confesar que Él, porque es Dios, tiene poder para hacer en nosotros incomparablemente más y mejor de lo que podamos pedir e incluso pensar (Ef 3,20).
Porque no está sujeto a ninguna prudencia dictada por nuestra pobre y limitada lógica, se acerca al hombre y le hace cómplice de su audacia. El Trascendente e Intangible se llega hasta su criatura y toca su alma con su Palabra, aquella que la esposa del Cantar de los Cantares reconoce como única y le da un nombre: “la voz de mi Amado” (Ct 2,8).
Se acerca, pues, Dios con su Palabra y desciende hasta lo que los santos Padres llaman “el paladar del corazón y del alma”. Y comienza un camino para este hombre, más bien un proceso de elevación de su alma, ahí hacia donde la Voz tiene su origen: en lo alto. Por eso lo primero que oye la amada es: “Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente… Echa la higuera sus yemas, y las viñas en cierne exhalan su fragancia. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente! Paloma mía, en las grietas de la roca…” (Ct 2,10-14).
El texto contiene las riquezas propias de Dios. Llega la Voz –el Mesías- hasta todas y cada una de las almas con una invitación: ¡Levántate! Yo soy tu nuevo Éxodo que culmina en el Padre. Es un caminar ascendente en el que tu alimento voy a ser Yo mismo. Yo seré la higuera y la viña que te acompañarán en tu caminar. Recordemos que en la espiritualidad bíblica la higuera simboliza la Palabra, y la viña el vino nuevo al que san Agustín identifica con el Evangelio, y otros Padres de la Iglesia con la Eucaristía.
Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente, dice una y otra vez Dios a su amada. Ésta se pregunta cómo va a elevarse hasta su Amado si es imposible salvar la distancia. La audacia de Dios para realizar sus planes es ilimitada, sobrepasa totalmente hasta la imaginación más creativa. En su audacia amorosa decide tomar carne en Jesús de Nazaret quien repetirá la invitación en forma de don. Salva la distancia atrayéndonos hacia Él: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Atraeré a todos hacia mí. Es un atraer que culmina en nuestra glorificación junto al Padre, que ya no es “el Padre” sino nuestro Padre: “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo… Les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,24-26).
La elevación del alma hacia y hasta Dios no es un numerito milagroso que acontece después de nuestra muerte; se da ya y progresivamente en nuestro camino de fe y amor. Hay un conocerse mutuo por la Palabra habitada. Por ella Dios planta su Tienda en el corazón del hombre: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
Por la Palabra guardada Dios habita en nuestro interior. No está como una especie de relicario en una vitrina, sino que está “trabajando”. Es un estar operante que es lo propio de Él por medio de la Palabra. Así nos lo atestigua el apóstol Pablo: “No cesamos de dar gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la guardasteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes” (1Ts 2,13). Operante porque santifica al hombre, tal y como dice el mismo Hijo de Dios: “Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad” (Jn 17,17).
Una vez que el alma se ha abrazado a la Palabra recibida, es cuando se emprende el camino de vuelta. La Palabra sube con su botín: el corazón que la ha creído y guardado. El alma se eleva de forma natural, por la fuerza de la Palabra, hacia Dios. Éste es, sin duda, el mayor y el “más imposible” de los milagros, y no está reservado a unos pocos sino a todos.
Sólo entonces, cuando el alma ha sido levantada a la altura de Dios, explota en toda su dimensión el amor de la esposa: “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct 2,16). Sin el atrevimiento de Dios, sin su acercarse al hombre y levantarlo hacia Él, las palabras de amor de la esposa del Cantar de los Cantares no serían más que una lánguida poesía con muchos tintes neuróticos, al tiempo que bastantes destellos de narcisismo.
La cuestión es que la situación de esta mujer no es fruto de su locura sino de la locura del amor de Dios. La ha elevado tan alto que no puede menos que dejarla expresarse según lo que ve, siente, gusta, paladea y toca. Todo ello es su relación con Dios.
Al llegar a este punto nos preguntamos: Abismada en esta experiencia, ¿cómo no va a tener bastante con Dios? ¿Se puede pedir más? ¿Qué más podríamos desear sino atisbar la muerte para poder asimilar tanta plenitud? Quizás esto nos parezca bastante exagerado, pero no estamos haciendo más que expresar el sentir íntimo de Teresa de Ávila: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero que muero porque no muero”
Cuando el alma se eleva hasta su cara a cara con Dios, queda delicada y sutilmente suspendida en la serena e intermitente belleza que de Él emana. Es la belleza que apasiona con más ímpetu, fuerza y clamor que la que podría contener en sus entrañas el cosmos entero. Es una suspensión tan en el Misterio, que deja al corazón indefenso ante la seducción de Dios, el que pone al descubierto su infinitud y la enamora. Es la seducción, es la Voz del Amado que viene al encuentro de aquello que somos por naturaleza: Insaciables.