Alfonso V. Carrascosa«En aquel tiempo, mientras Jesús y los discípulos recorrían juntos Galilea, les dijo Jesús: “Al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres, lo matarán, pero resucitará al tercer día”. Ellos se pusieron muy tristes. Cuando llegaron a Cafarnaún, los que cobraban el impuesto de las dos dracmas se acercaron a Pedro y le preguntaron: “¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?”. Contestó: “Sí”. Cuando llegó a casa, Jesús se adelantó a preguntarle: “¿Qué te parece, Simón? Los reyes del mundo, ¿a quién le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?”. Contestó Pedro: “A los extraños”. Jesús le dijo: “Entonces, los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizarlos, ve al lago, echa el anzuelo, coge el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata. Cógela y págales por mí y por ti”». (Mt 17,22-27)
Jesucristo va con sus discípulos caminando por Galilea: camina con ellos. Aclara San Marcos que iba enseñándoles aparte. El enseñar es básicamente para Jesucristo darse a conocer, porque conocer al Padre y a su enviado es con mucho lo mejor: conoces a Dios verdaderamente si estás con Dios, si eres con Dios, como la Virgen en la Anunciación.
¿Y qué les dice? Nuevamente, como hiciera antes de la Transfiguración, que va a ser entregado, que le matarán y que resucitará al tercer día. Y es que en nuestro caminar hace falta escuchar a Jesús decirnos esto, en este hoy, en el hoy de mañana, en el hoy de siempre; que Jesús va a morir y resucitar y que, si verdaderamente somos imagen de Dios, nosotros, al aceptar la Palabra, moriremos al mundo, a nuestras concupiscencias, a nuestra carne, y resucitaremos para vivir con Dios.
Jesucristo anuncia a sus discípulos el evangelio, la buena noticia, el kerigma, ese primer anuncio que se entiende poco o nada, pero que se recuerda y acaba siendo vida en ellos y también en nosotros. Lo hace en la Galilea de los gentiles, donde convoca a los discípulos para verle resucitado y enviarles a la evangelización. Los discípulos, una vez recibido el Espíritu Santo, dirán y harán lo mismo, darán a conocer gratis lo que han recibido gratis. Y han experimentado que vive en ellos porque hacen obras de vida eterna, porque han pasado del temor al amor, a la donación total, aun a riesgo de su propia vida. Como los discípulos de Cristo que hoy celebramos su festividad, y que derramaron su sangre por Él: San Ponciano, papa, (primero que abdicó en su pontificado) e Hipólito, presbítero. Ambos martirizados en Roma por la persecución de Maximiano en el 235, después de una temporadita en Cerdeña haciendo trabajos forzados —imagen de la flagelación del Señor— y cuyos restos fueron trasladados a la Cripta de Los Papas un 13 de agosto.
Y en estas llegan unos a preguntar a Pedro si paga o no las dracmas, el tributo o impuesto del Templo de Jerusalén para que la liturgia sacrificial sirva para el perdón de sus pecados. Ocurre en Cafarnaúm, donde se venera la casa de San Pedro, ciudad hoy hundida parcialmente en el Mar de Galilea, algo que profetizó Jesucristo le ocurriría por haber querido encumbrarse hasta el cielo. Dice san Ambrosio: “que Cristo dio a entender con esto que él no estaba obligado a pagar para expiar pecados propios, porque no era esclavo del pecado, sino que, siendo como era Hijo de Dios, estaba exento de toda culpa. El Hijo libera y el esclavo está sujeto al pecado. Por tanto es libre de todo, Jesús no tiene por qué dar ningún precio en rescate de sí mismo, el precio de su sangre es más que suficiente para satisfacer por los pecados de todo el mundo. El que nada debe está en perfectas condiciones para satisfacer por los demás. Pero yo veo más. Cristo no necesita pagar por la redención y la expiación de los pecados personales. Si tú consideras a todo hombre creyente, tú le puedes decir que ninguno debe pagar por su propia expiación, porque Cristo ha expiado por la redención de todos”.
Con San Ambrosio se nos aclara bastante la relación de la primera parte del evangelio y la segunda: lo que va a ocurrir con Él, realizado en los discípulos, en nosotros, es la salvación, por más que nos escandalice, no lo entendamos, nos horrorice… Cuando Dios permite un sufrimiento en nuestra vida podemos rechazarlo o vivirlo unidos a Él en la Cruz. El valor salvífico del sufrimiento solo existe en Cristo. Cristo, que se pasó la vida curando a los oprimidos por el diablo, a los aquejados por todo tipo de dolencia, dando de comer a los hambrientos…, pero cuando llegó su hora no movió un dedo por aliviar sus padecimientos; luego, los padecimientos no son lo definitivo ni el enemigo a batir, hay algo más importante: el amor que Dios nos ha tenido al llamarnos hijos suyos, hermanos de Cristo, iguales a Él, verdadera imagen y semejanza de Él, muertos con Él, resucitados con Él hoy.
El matiz de no escandalizar, no teniendo Jesús por qué pagar tributo alguno por ser Hijo de Dios, a quien se adoraba en el Templo, pone de manifiesto algo que volverá a reproducirse por los discípulos con la carne inmolada a los ídolos: que no se comerá en tiempos de San Pablo no porque se estime impura — ya que nada hay impuro fuera del hombre, solo dentro de él—, sino para no quitar la fe de quienes desde el judaísmo se convertían a Cristo.
¡Oh Jesús, amor mío, cuánto me has amado!