Hoy no se habla de otra cosa aunque se crea todo lo contrario. No es un tema escolástico, de frailes aburridos que disputan por disputar. El sexo ha perdido su contexto carnal, ya no tiene embarazos embarazosos. No tiene historia ni intimidad, ni drama gozoso ni trágico. Está más allá de la feminidad o masculinidad, más allá incluso del bien y del mal como Nietzsche pretendía, lejos del matrimonio y de la circuncisión. Un espíritu no tiene prepucio, ni firma contratos, ni puede embarcarse en compromisos físicos futuros. Hablamos pues del “sexo de los ángeles”. Ni siquiera la violencia que lleva aparejada la sexualidad hoy en día es ni podría ser consecuencia de que fuera carnal. Todo lo contrario: es virtual. Se mata como se mata en las películas, sin pensar, sin sangre, sin dolor, el asesino se tapa el rostro ante la cámara, ha saciado su instinto virtual, como si fuera el actor-espectador de un documental del mundo animal.
La historia evolutiva de la sexualidad nos conduce sin remisión a un sexo sin sexo y a un sexo único a pesar de la diversidad de géneros que pretenden imponernos: limpio, sin olor, sin roces de la carne, sin sensaciones, sin encarnación, virtual, de imágenes que van y vienen a la velocidad de la luz, sin consistencia, higiénico físicamente porque pone medios que preservan de contaminación, pero insalubre moralmente, porque el otro del que debía ser yo responsable no existe, por un lado, y, por el otro, un frotar de células sin nombre, un espasmo indoloro, un usar y tirar de cuerpos con silicona, que se miran, se atraen y se repelen, se juntan y se despiden casi en un instante como imanes juguetones. Relaciones exiguas, vertiginosas, sin exigencias, sin durabilidad ni real ni intencional, sin calado, reducen al otro a un jarrón vacío, a un osito de peluche sin movimiento autónomo.
El hombre postmoderno quiere vivir en el eterno primer amor, pero no sabe que éste es sólo imaginación y ganas de creer en él. Sin darse cuenta, la eterna juventud ansiada, infiel, dirigida por el deseo insaciable de novedad, de no-dolor, se convierte en una poligamia virtual descorazonadora que aboca a la soledad. Huyendo del sufrimiento de enfrentarse a la libertad del otro, de litigar, de construirse en la fricción hasta acoplar o erosionar las aristas, se ven al borde de la muerte, de la soledad, de no tener con quién discutir, de zapear con disgusto por la pasarela de la ficción. El segundo amor es todavía menos carnal, por eso lo reproduce mil veces por hora en la imaginación. El deseo es indefinido, parece estar a tiro de un click, ése es el éxito de la pornografía en Internet. Es una cita fugaz, en un lugar fugaz, con una promesa por teléfono, que después será borrada de la memoria SIM, y pasará a la historia. Ambos son vesánicos y, sin embargo, liberadores de la tragedia, del drama doloroso del amor. Son la expresión de la eterna infancia en el cuerpo de un adulto. Ambos dicen que son inocuos, que no tiene consecuencias, que son “puros”, porque eliminan el riesgo de un galanteo infructuoso, la seducción frustrada, la discusión lacerante del orgullo, la pringosa relación, la responsabilidad por el otro, es decir, la esencia de lo que tiene de humano (Levinas). Se trata sólo de una mirada, un encuentro fortuito, mañana será con otro. La carne está pasada de moda. Vivimos de las imágenes.
¿De qué estamos hablando, pues? Del sexo de los ángeles.
Las disputationes medievales no creo que dedicaran mucho a este tema; más bien hablarían del sexo como vehículo del amor, del amor como algo difussivo que contraía la responsabilidad de un acto casi-creador, pro-creador. Hablarían de la importancia de la unión carnal, del conocimiento del otro, intentando educar a hombres toscos y no tan toscos, de la función de participar con la mujer en la misión que Dios les había encomendado, formar un hogar. Ella protege la prole, él trata de sostenerla. Si hablaban del sexo de los ángeles, les cortaban las alas, porque todavía estaban inmersos en el “mundo salvaje” (Huxley). Vivían el drama del rechazo con pasión, anhelaban la entrega del otro, pero esperaban, la mayoría, acoplarse físicamente el uno al otro hasta conocer el alma y el cuerpo a la vez, porque los consideraban uno. Las tratativas podían no partir del deseo, pero acababan en él, porque alumbraban un bien mayor que el efímero gusto. De la seducción, la fraternidad, el trato, la amistad, o el cruce de miradas cómplices, se iba a la relación furtiva, los compromisos sociales y familiares y viceversa. Sí, con seguridad habría tragedias y errores e inmensas cantidades de emparejamientos extraños, sin duda, pero dentro de un entorno de educación del deseo.
El Renacimiento está plagado de expresiones que condensan una experiencia anterior colectiva. Ahí están La Celestina, y Romeo y Julieta como testigos literarios para representar el drama; pero también los hay para representar la alegría, el gozo compartido, el fruto del amor. Hemos leído a los santos y los hemos considerado como ángeles o como enajenados, pero no los hemos leído bien: ¡cómo se anticipa Agustín a nuestra época, habiéndola vivido desde dentro! No hay diferencias notables del siglo IV-V al siglo actual en materia de sexo, matrimonio y amores.
Sin embargo, esta carne hedonista (la vitual y la “fricticia”) se satura, se entristece, se vacía, cuando se esperaba que la liberación de aquel “Mayo del 68” —“Haz el amor y no la guerra”— trajese la relación liberadora, la liberación del deseo, la alegría de vivir. Donde se esperaba sólo placer, quedaba la resaca. El “ello” campeando a sus anchas sólo ha traído enfermedades venéreas, soluciones profilácticas, violencia y desesperación de tanta soledad y frustración, parecía que la vuelta a la naturaleza en su estado puro, como retorno al humus del que nunca debimos soñar poder escapar, nos colmaría. Pero he aquí, que el prometedor y cálido eterno verano, se ha trocado en gélido y eterno invierno. La naturaleza se ha permutado en cultura, la hemos domesticado, hemos naturalizado las aberraciones que hemos adquiriendo por el uso desviado de las potencias de la naturaleza.
Dice Fabrice Hadajdj, criticando al nihilista incendiario Michel Onfray en “La sensibilidad satura”: “Lo sabían los romanos, cerca de la sala del banquete no estaba lejos el vomitorium”. Esta experiencia obliga a estar siempre calculando cuánto vómito conlleva el placer posible, cuánto gozo sin dolor y cuánto displacer acarreará el placer. Onfray, defendiendo la postura del “hombre-no más que un animal” (aunque no se entiende cómo un animal puede evitar voluntariamente las consecuencias del placer sexual), habla de “adiestramiento neuronal”. Para los nuevos filósofos cerebralistas (nueva forma del materialismo: todo está en el cerebro) el otro no es más que señales nerviosas, de una máscara que encubre neuronas activas. El amor consiste en descargas eléctrico-químicas, todo en relación a un contrato, y la libertad —paladín y víctima de cualquier elección— sólo consiste en señalar los plazos de ese contrato. Para ser auténticos hedonistas hay que reconocerse con orgullo meramente animales, pero renunciar a ser mamíferos. Pero el placer por el placer, sin consecuencia-descendencia es un agujero negro, una condenación perpetua a vivir para sí mismo sin vivir de pleno. Es la dictadura del egoísmo. Todo es rápido, no hay percepción del tiempo como duración para experimentar la comunión. No hay paciencia, la técnica viene en auxilio de la impaciencia del deseo, facilita los espasmos. ¡Qué horror! No hemos empezado a gozar de esta nueva forma de vernos y ya estamos muertos. No hay tiempo ni para discutir. Si alguien no es perfectamente animal —reculturizado en los diferentes géneros—, hace sufrir, se rompe y se empieza con otro. Por eso el sexo “salvaje”, o sea el pre-moderno, se convierte en una amenaza para la salud de los sanos, jóvenes, puros, casi-ángeles, y se les invita a precaverse: sexo seguro, usa medios, cuídate, puedes contraer enfermedades, incluso la muerte, pero todo es cuestión de técnica, de profilaxis. El sexo humano-salvaje es una enfermedad. Es presentado como una modalidad técnica: riesgo para la salud y método de planificación familiar.
“¡Tened cuidado porque a través del sexo se transmiten enfermedades y se puede una quedar embarazada!”
De repente, el embarazo pasa a estar en el mismo plano que una enfermedad de transmisión sexual y que una amenaza de muerte y, por eso, se recomienda el preservativo. La educación sexual se ve entonces como una técnica: cómo evitar, cómo ponerse, y la preservación (reserva egoísta) como salud, y objetivo vital. Pero esto no es la sexualidad; es algo que pertenece al orden de la masturbación con partner, asistida. Ya no existe la polución nocturna que hasta Santo Tomás consideraba que no era pecado porque denotaba la continencia. Los jóvenes ya no saben lo que es. El hombre busca su propio placer y abandona la relación: no “encuentra” a nadie. Porque la relación implica apertura, desear compartir un horizonte común. La sexualidad es reducida a consumo. El corazón de la sexualidad no es el encuentro, la unión, la comunión, sino la preservación, la protección de sí mismo; se sirve uno del otro como cosa. El otro es un contrincante, solicitante o participante, no alguien del que soy responsable.
Pero hay una doble cara. Huyendo de la responsabilidad moral hemos caído, de la mano del tecnicismo, en el moralismo.
“Haciendo sexo, protégete”, los jóvenes tienden a responder: “Si, a pesar de todo, voy a morir tarde o temprano, ¿por qué protegerme?, ¿qué importa el futuro si hay remedios para errores y el último, la muerte, no lo puedo evitar?” Hagamos el sexo como ángeles, todo nos está permitido, porque todo lo hemos licitado. Frente a este panorama la moral de la Iglesia no está contra el sexo, sino que es la auténtica liberación, la plenitud de la sexualidad: es abrirse al otro en total donación, expresado en el futuro, y dando lugar a una vida común. Es la Iglesia la que habla de sexo carnal, sin tapujos, y los que la repudian, del sexo de los ángeles.
Si vivo el amor y la comunión de espaldas al acto físico con mi cuerpo, vivo una situación de esquizofrenia, de un irritante dualismo. La técnica interviene en todas las relaciones, lo cual destruye completamente el deseo. Al final se hace el sexo igualmente pero con fatiga, se satura la sensación, se vuelve cansina y mezquina: hay que inventar nuevas posturas de Kamasutra, buscar nuevas sensaciones, probar nuevas compañías…, cunde el aburrimiento, después el pánico.
El católico es el verdadero hedonista. Va hasta el fondo. No tiene miedos ni dudas: ¿qué pasará después?, ¿habré tomado las precauciones adecuadas?, ¿funcionará? Si el semen que ha puesto dentro de la mujer toma la forma de un hijo, el gozo es aún mayor. Este sexo no pueden hacerlo los ángeles, porque tienen miedo de que se les corten las alas.
El placer sexual no está sólo en el acto carnal, eso es una intensidad de placer muy fuerte, pero muy breve. Después viene el vacío, la soledad, hay un decaimiento y sólo la venida de un hijo logra sostener la tensión, un placer que no se extingue.