Una persona que se rechaza a sí misma no puede amar a nadie. El rechazo de sí mismo es una manifestación de la no aceptación del propio ser, de la incapacidad para asumir la propia personalidad. Esto significa que esa persona no se estima a sí misma, por lo que tampoco puede amar su propio origen y fundamento. Cuando una persona se rechaza a sí misma suele, por lo general, estar en contra de su origen, lo que se traduce a veces en un cierto odio al padre, a la madre o a ambos. En el fondo proyecta el odio a sí mismo en sus progenitores.
La persona resentida suele increpar a sus padres y preguntarles por qué le han traído al mundo, por qué le ha hecho de la forma en que hoy es. Pero esas preguntas no tienen sentido ni pueden encontrar adecuadas respuestas. Constituyen, más bien, las consecuencias de una ficción —una suerte de rabieta existencial—, que no es más que el resultado de un malestar injusto y desproporcionado, sin fundamento alguno.
Resulta imposible dar respuesta a las anteriores preguntas, sencillamente porque esa persona antes de ser no era nada, y la nada no tiene opinión; a la nada, nada puede preguntársele. Sus padres no tuvieron ocasión de preguntarle cómo quería ser. Además los padres tampoco eligen la forma de ser de sus hijos. Por eso, aunque tal disconformidad pueda generar actitudes dramáticas y patéticas, especialmente entre los adolescentes, esas actitudes en modo alguno son razonables.
De otra parte, no todo lo que la persona llega a ser es un mero despliegue de los factores genéticos que ha heredado. La propia trayectoria biográfica está solo relativamente influida por la carga genética. Pero lo que un joven llega a ser depende más bien de cómo haya usado su libertad personal. En síntesis, cada persona es en buena parte responsable —o debiera serlo— de lo que llega a ser. La historia personal no se escribe solo desde el genoma, sino también a golpe de las propias decisiones por las que libremente optamos.
la felicidad está dentro de uno
No deja de ser curioso que —cuando surge el resentimiento— el adolescente solo culpe a sus padres de lo que no les gusta de sí mismo; pero jamás atribuye a sus padres algunas de las muchas cualidades positivas, de que también dispone, y de las que se siente tan ufano. Una atribución así —lo positivo para ellos mismos y lo negativo para sus progenitores— no solo es injusta, sino que es demasiado burda como para que sea considerada con algún rigor. Es lo que suele acontecer a algunos adolescentes que todavía no han madurado.
En esas circunstancias es frecuente que se estimen por debajo de lo que realmente valen. En esta etapa dependen mucho del “qué dirán” sus compañeros y amigos. Y, como apenas tienen experiencia de la vida y todavía no se conocen a sí mismos, lo único que les importa es la opinión de las personas que admiran. Pero el juicio de los demás carece también de fundamento. Lo que en verdad importa es el propio juicio siempre que, claro, esté bien fundamentado.
La propia ignorancia, el miedo al ridículo y las ganas de contentar a todos, de manera que les valoren, jalonan desgraciadamente este itinerario de tortuosas y, en ocasiones, fatales consecuencias.
Por lo general, las personas que sufren problemas de autoestima —he aquí su miseria— no suelen aceptarse como son, se rechazan a sí mismas y muy difícilmente logran amar a los demás. La baja estimación personal encierra a la persona en la prisión del hermetismo y de la rigidez desvitalizada; extingue la motivación para las tareas que se proponen acometer; enrarece la vitalidad que se disfraza de falso racionalismo; y contribuye a sembrar de dudas e inseguridades el proyecto biográfico, ya en ciernes, por el que se desea optar.
La baja autoestima puede generar graves conflictos, especialmente en el contexto familiar, laboral y social, donde aquellos suelen ser más dolorosos y acaban por arruinar la amistad. El adolescente que no se estima como debe se transforma en una persona insegura de sí misma, demasiado sensible y crítica en exceso.
En cambio, las personas que disponen de una estima apropiada se experimentan mejor a sí mismas, están más dispuestas a salir de sí y a ocuparse de los demás, establecen con facilidad fuertes vínculos interpersonales y disfrutan de esa alegría de vivir, de esa joie de vivre, que tan necesaria es para conducir la propia vida con ligereza y soltura hacia su propio destino.
En esto reside, en buena parte, la grandeza de la afectividad: en sentirse bien con uno mismo (autoestima) y experimentar que los afectos de los otros nos afectan (simpatía); que no se está solo, ni aislado; que no se es indiferente a lo que acontece a los otros; que uno se siente interpelado, porque le concierne todo lo que pueda suceder a quienes conoce, por razones de proximidad, amistad o parentesco; que uno vibra en la misma longitud de onda que los otros; sencillamente, que se está y se siente vivo… y, en consecuencia, se siente agradecido y orgulloso de ello.
la mente no siempre es nuestra aliada
Entre los expertos está generalizada la opinión de que la baja autoestima es un rasgo al que en la actualidad hay que atender de forma especial, no solo porque esté de moda, sino porque la depresión —el trastorno psiquiátrico hoy más frecuente— está muy relacionada con ella. El depresivo no se quiere a sí mismo y dispone de una memoria selectiva capaz de recordar solo los sucesos negativos que acontecieron en su vida.
Pero la excesiva preocupación por la autoestima tiene sus pros y sus contras, su haz y su envés. Entre otras cosas, porque tal y como se ha configurado aparece como un concepto equívoco y un tanto confuso.
Más allá de estos equívocos, es muy conveniente que las personas se estimen a sí mismas, es decir, que no se rechacen, sino que se acepten y respeten tal y como realmente son. Esto es lo normal y lo que es capaz de proporcionar un cierto equilibrio personal. Nada de particular tiene que incluso en la tradición bíblica se nos indique que hay que “amar al prójimo como a uno mismo”.
Esto significa que el criterio para medir el amor a los demás no es otro que el amor que cada persona se tiene a sí misma. Por tanto, cierto amor propio es necesario, pues si la persona no se amara a sí misma, sería muy difícil —casi imposible, en la práctica— que pudiera amar a los demás. Por el contrario, si las personas se odiasen a sí mismas, es harto probable que aumenten los homicidios y suicidios.
Si el segundo mandamiento está formulado de la forma en que lo conocemos, es porque lo que primero acontece en el ser humano, de forma espontánea, es un sentimiento de afecto hacia sí propio. Más tarde, una vez que este sentimiento se ha experimentado, es cuando la persona puede reflexionar acerca de su prójimo y concluir algo semejante o parecido a lo que sigue: “Pues, esto mismo que a mí me va tan bien, es lo que le va bien a los demás”.
Cuando las personas no se estiman a sí mimas como debieran, suelen deprimirse. Cuando se desprecian —porque desprecian injustamente lo que realmente valen—no se aperciben de que tal vez se están precipitando en una posición que es metafísicamente insostenible: el resentimiento contra uno mismo. Pero si la persona no se acepta como es, es que tampoco acepta —más bien rechaza— el espléndido regalo que supone estar vivo, ser quien se es o, simplemente, ser esta persona concreta que está en el mundo.
Cualquier biográfica de una persona resentida, plantea una multitud de problemas psicológicos, algunos de los cuales pueden llegar a ser graves. La raíz de muchas de esas manifestaciones reside en que la persona no está contenta de sí misma, no se acepta como es y se rechaza a ella misma.
lo bueno de lo malo
Lo natural, sin embargo, es que nos aceptemos como somos y que cada uno esté satisfecho de sí mismo. Esto es compatible, desde luego, con que no estemos satisfechos del todo. Pero es mejor aceptarse que rechazarse, y tratar de cambiar aquello que no nos gusta de nosotros. Si no procedemos así, negaríamos la posibilidad del futuro progreso personal, lo que es contrario a la capacidad de crecimiento de la persona.
Por el contrario, estar del todo satisfecho acerca de uno mismo implicaría sobrestimarse, no conocerse como sería menester, además de poner unas condiciones ilusas respecto de la construcción del futuro personal.
No, lo lógico es que nos aceptemos como somos, con las objetivas cualidades positivas y negativas que nos caracterizan, sabiendo que son siempre más numerosas las primeras que las últimas. Además estas últimas son las que precisamente hay que neutralizar y tratar de mejorar, al igual que las primeras hay que acrecerlas. Pero eso, en gran medida, solo depende de nosotros. En esto consiste la aventura del vivir humano que, en cierto modo, previene la depresión.
Aquilino Polaino-Lorente
Catedrático de Psicopatología. Universidad CEU-San Pablo