El Papa Francisco ha autorizado la canonización de Juan Pablo II (1978-2005) y Juan XXIII (1958-1963) para finales de este mismo año. La atribución de un segundo milagro al beato Juan Pablo II ha sido el detonante para su rápida canonización, a tan solo ocho años después de su muerte, en 2005. Se trata de la inexplicable sanación de un aneurisma cerebral en Floribeth Mora, costarricense de cincuenta años. Recordemos que Juan Pablo II fue beatificado el 1 de mayo de 2011 por Benedicto XVI, tras atribuir a su intercesión la curación de la monja francesa Marie Simon Pierre, quien desde 2001 sufría de Parkinson, la misma enfermedad que padeció el pontífice en sus últimos años.
Por su parte, Juan XXIII, llamado el “Papa Bueno”, fue beatificado por Juan Pablo II en septiembre de 2000, durante el Jubileo. El milagro aprobado para su beatificación fue la curación súbita en 1966 de Sor Caterina Capitani, aquejada fuertemente de una peritonitis. Sin embargo, para su canonización, Francisco ha considerado que no es necesario demostrar su intercesión en un milagro.
En la misma ceremonia también tendrá lugar la beatificación del obispo español Álvaro del Portillo (1914-1994), primer sucesor de San Josemaría de Escrivá de Balaguer y Albás al frente del Opus Dei. Junto a él serán elevados a los altares otros 43 españoles: la beata Esperanza de Jesús, fundadora de las Esclavas del Amor Misericordioso y de los Hijos del Amor Misericordioso, nacida en Santomera (Murcia) en 1893 y fallecida en 1983 en Italia; un sacerdote diocesano y 41 religiosos y religiosas —la mayoría hermanos de San Juan de Dios y miembros de la Congregación de la Misión— asesinados durante la persecución religiosa de la guerra civil en España (1936-1939).
En este caso, el Papa Francisco ha aprobado los decretos de martirio, lo cual da paso a la beatificación sin necesidad de un milagro. Pues, más allá de la política, como explica Encarnación González, directora de la Oficina para la Causa de los Santos del Episcopado Español, “el mártir es un enamorado de Cristo que no se deja intimidar, que mira al crucificado y encuentra la fuerza para perdonar a los perseguidores».
no tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo…
Curiosamente los dos futuros santos y el beato aludidos se han visto relacionados en su vida terrena por otro acontecimiento relevante para la Iglesia Católica y el mundo en general: el Concilio Vaticano II, del cual este año celebramos el cincuentenario de su apertura. “Hoy la Iglesia vive de esta doble herencia: de la simplicidad del Papa Bueno y del dinamismo del Papa misericordioso y sufriente”, ha explicado el cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.
En el año 1958, y para asombro de todo el mundo, el cardenal Angelo Roncalli era elegido Papa. Juan XXIII sería el nuevo pontífice, supuestamente considerado “de transición” —dada su avanzada edad y su modesta persona—, tras un pontificado largo y fecundo como había sido el de su predecesor, Pío XII, en el cual se estableció, por ejemplo, la definición del dogma de la Asunción de la Virgen en 1950.
Sin embargo, el “Papa Bueno”, como así lo llamaban, sorprendió al mundo y a la Iglesia con la convocatoria de un segundo concilio ecuménico. Nadie podía imaginar que aquel bondadoso cardenal italiano de setenta y siete años iba a revolucionar la Iglesia, ofreciendo al alcance de cualquiera la única respuesta a todos los interrogantes, dudas, temores e inquietudes del hombre contemporáneo: Jesucristo.
Veinte años después, en 1978, el obispo polaco Karol Wojtyla llegaba al Vaticano para culminar la empresa iniciada por Juan XXIII y continuada luego por Pablo VI, lanzando a la Iglesia a una nueva evangelización y preparándola para recibir el Tercer Milenio. “¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Jesucristo!”, proclamaría sin cesar desde el primer momento de la inauguración de su pontificado hasta su último aliento de vida. Y es que cuando fue elegido Papa, Juan Pablo II era conocido como “un obispo del concilio”, ya que, siendo obispo auxiliar de Cracovia acudió a Roma para participar en el Concilio, y pronto destacó por sus interesantes propuestas e iniciativas, llegando incluso a formar parte activamente en la comisión que redactó la constitución pastoral Gaudium et spes.
buscad primero el reino de Dios y su justicia
Otra curiosidad es que en las naves de la basílica de San Pedro, durante la celebración del Concilio, Álvaro del Portillo conoció personalmente al futuro Papa Juan Pablo II. Se lo presentó un amigo común, Mons. Andrzej María Deskur, otro prelado polaco. Quién iba a suponer que, décadas después y por misteriosos designios de Dios, ambos compartirán la ceremonia en la que serán oficialmente elevados a los altares.
Y puestos a rescatar anécdotas y curiosidades, destacamos otro acontecimiento que también enlaza a los tres Papas: Juan XXIII, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Su protagonista era por aquel entonces un joven téologo alemán tan humilde como brillante, Joseph Ratzinger.
Unas semanas previas al inicio del Concilio Vaticano II, en 1962, el cardenal Giuseppe Siri, arzobispo de Génova, invitó al cardenal de Colonia, Joseph Frings, a dar una conferencia sobre el tema “El Concilio Vaticano II frente al pensamiento moderno”. Este, como estaba saturado de trabajo, pidió ayuda al entonces joven profesor Joseph Ratzinger, teólogo de su confianza, quien escribió personalmente todo el texto, aunque luego fue publicado con el nombre del cardenal Frings. Así llegó hasta Juan XXIII, quien al leer el documento se quedó tan fascinado que quiso felicitar personalmente al cardenal. En una audiencia posterior, el Papa le abrazó, diciéndole: «Precisamente estas eran mis intenciones al convocar el concilio». Entonces, el cardenal Frings, abrumado por los elogios inmerecidos, sintió el deber de revelar al Papa quién era el verdadero autor de aquellas páginas. Y es que Joseph Ratzinger analizó la situación intelectual de la humanidad en los tiempos previos al Concilio de una manera tan brillante que no pasó desapercibida.
sabiduría y santidad
El texto exponía admirablemente las transformaciones profundas que habían ocurrido después del Concilio Vaticano I (1869-1870) y que, a día de 20 de noviembre de 1961, exigían convocar uno nuevo. Extraemos algunos fragmentos de este valioso documento:*
«Para un concilio cuya misión ha sido caracterizada por el mismo Santo Padre como “aggiornamento” de la Iglesia (…) será fundamental examinar cuidadosamente el mundo intelectual de hoy, donde hay que colocar de nuevo el candelabro del Evangelio de tal forma que su luz no se transforme bajo el celemín en formas obsoletas, sino que ilumine de forma clara a todos los que viven en la casa del momento actual (Mt 5,15)».
«El mundo efectivamente se ha estrechado (…) la tarea especial de la Iglesia de hoy es una mirada a toda la humanidad (…) que consistirá en buscar una nueva forma de anuncio, que capture para Jesucristo el pensar de la cultura técnica, unificada de tal forma que la nueva koiné —lengua común— de la humanidad sea transformada en un dialecto cristiano (…). La Iglesia, como pueblo verdaderamente espiritual debe mantenerse abierta a todas las múltiples formas del ser humano (…) para ello “la liturgia debe ser un espejo de la unidad así como una expresión adecuada de las respectivas peculiaridades espirituales, si es que pretende guiar a los hombres a un verdadero “culto espiritual a Dios” (Rm 12,1)».
«La piedad cristiana no se enfrenta al Dios solitario (…) el cristianismo no se trata exclusivamente de “Cristo y yo”, sino que en ello está siempre presente el misterio mariano, de que el Yo siempre se encuentra colocado en medio de la comunidad entera de los santos, cuyo centro es María, la Madre del Señor. Ella es el signo de que Cristo no quería quedarse solo, sino de que la humanidad salvada y creyente ha llegado a ser un Cuerpo con Él, un único Cristo».
«A la Iglesia en nuestro tiempo se le ha exigido el máximo testimonio, el testimonio del sufrimiento. No se debe olvidar que el último medio siglo ha dado, él solo, más mártires que los tres siglos completos de la persecución romana a los cristianos. ¿Podemos creernos dejados de la mano de Dios en un siglo que es capaz de tales testimonios? ¿Podemos quejarnos de la poca fe y del cansancio de la Iglesia? Que la Iglesia es aún y más que nunca Iglesia de los mártires es la garantía de que el poder del Espíritu Santo vive inquebrantablemente en ella».
«El signo del sufrimiento es el signo de su vida invencible. Servir a esta vida será la tarea del próximo concilio, que como un concilio de renovación tendrá no tanto la tarea de formular doctrinas cuanto la de hacer posible de nuevo y de manera más profunda el testimonio de la vida cristiana en el mundo de hoy, de que muestre verdaderamente que Cristo no es solo un “Cristo ayer”, sino que es “Cristo ayer, hoy y siempre” (Heb 13,8)».
de vuelta a la casa paterna
«El nuevo paganismo que se está desarrollando desde hace un siglo en el corazón mismo del mundo cristiano, es fundamentalmente distinto del anterior: ya no hay más dioses, sino que irrevocablemente el mundo se ha divinizado, se ha hecho profano, y solamente el hombre sigue apareciendo y experimenta una especie de veneración religiosa hacia sí mismo (…) El hombre (…) lo espera todo de la ciencia, incluso la solución a sus necesidades humanas más profundas acerca de las cuales había pedido hasta ahora consejo a la religión. Pero justamente el punto aquí tendría que ser cómo se le puede volver a abrir al hombre técnico el sentido de la fe».
«El amor sigue siendo el gran milagro que desafía todo cálculo (…) y en el fondo del corazón humano hay una soledad que apela a lo infinito y que, en definitiva, no se puede silenciar con nada más porque sigue siendo válido que “Solo Dios basta” (…) El hombre actual debe poder reconocer de nuevo que la Iglesia ni teme ni debe temer a la ciencia, porque está afincada en la verdad de Dios».
«El mundo ha llegado a ser profano y definitivamente ateo, y en el que la ideología ocupa el lugar de la fe (…) el viejo paganismo es superado definitivamente por la situación técnica (…) en donde se construye una religión sin religión, pues en esto consiste exactamente la esencia de la ideología, que promete cumplir la misión de la religión: el proporcionar sentido, aunque sin ser religión».
«El bienestar puede, ciertamente, sustituir con fuerza el anhelo de sentido en el hombre, al ir temporalmente tras el logro de la comodidad. Pero, a largo plazo, esto no puede más que asfixiarlo».
«El Santo Padre ha anunciado que el concilio que viene será sobre todo un concilio reformador, de tipo práctico (…) para contribuir a volver a mostrar al hombre contemporáneo la casa de la Iglesia como su casa paterna, en la que pueda vivir alegre y seguro».
Buenanueva
* La traducción de esta conferencia al castellano es inédita y ha sido realizada desde su original en alemán por la Profesora Esther Gómez de Pedro, con la autorización de Librería Editrice Vaticana.