«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: «No jurarás en falso» y «Cumplirás tus votos al Señor.» Pues yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo. A vosotros os basta decir «sí» o «no». Lo que pasa de ahí viene del Maligno». (Mt 5,33-37)
Continuamos con el gran Sermón de la Montaña. Para algunos —como los fariseos— contradicción; para otros —como María, y los apóstoles— la novedad de una vida, libre de la carga del cumplimiento de una ley imposible para el hombre viejo y su poder. Jesucristo no ha venido a abolir la Ley y los Profetas como Él mismo ha declarado. Ha venido a despojarla de la hipocresía de aquellos que desde su debilidad la contaminan y desvirtúan hasta ajustarla a sus posibilidades humanas.
La ley que Dios dio al hombre en el Sinaí es posible encarnarla en nuestra vida y Jesús lo confirma en este gran Sermón porque no es en el exterior del hombre donde debe habitar, sino en lo profundo de nuestro corazón. Esta palabra novedosa se ha cumplido en todos los santos de la Iglesia, en los conocidos y en los que no tienen puesto su nombre en los libros oficiales. Todos han vivido de la misma experiencia de aquel fariseo convertido, Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”.
En este evangelio de hoy se concentra todo lo que he dicho hasta ahora. Del mandamiento “No tomarás el nombre de Dios en vano” el hombre, empujado por sus limitaciones, por su palabra débil, por su incapacidad de cumplir lo que dice, ha manoseado, utilizado fraudulentamente y llevado a la mínima expresión el nombre de Dios. En el antiguo pueblo de Israel “se aconsejaba” no jurar en el nombre de Dios, pero se obviaba este consejo. Jesucristo viene con una Palabra de verdad en su predicación. ¡Se acabó de poner como garantía el nombre de Dios o tu propia vida! porque tú no tienes ningún poder sobre ella. Porque si nuestra vida de cristiano tiene como fin —al menos yo así lo espero— el conseguir llegar al Reino de los cielos, una actuación similar a los escribas y fariseos no nos ayudará en nuestro objetivo.
Si en nuestro corazón vive el mismo Jesús —garantía de una vida iluminada por la Ley de Dios— se dará la suficiente humildad y sencillez para decir simplemente sí o no. María no juró que llevaría a cabo su compromiso; dijo sí, porque este sí no estaba apoyado en sus fuerzas, sino en la seguridad de que el mismo Dios daría cumplimiento a su Palabra.
Ángel Pérez Martín