A finales de marzo de 2008, tuvo lugar en la Domus Galileae, en el Monte de las Bienaventuranzas (Israel), una convivencia de los Obispos de Europa, unos ciento ochenta en total, de ellos nueve cardenales, promovida por el Camino Neocatecumenal, para exponerles cómo es la iniciación cristiana de adultos según el modelo de sus comunidades, e impulsar la Nueva Evangelización. Después de escuchar un kerygma, escrutar en silencio la Palabra de Dios y participar en una celebración penitencial, concelebraron una Eucaristía en el Cenáculo (Jerusalén), donde el Cardenal-Arzobispo de Viena pronunció una homilía de la que Buenanueva extrae los siguientes párrafos:
Hay muchas cosas que están en nuestros corazones, en este lugar donde Jesús dijo a sus apóstoles: «De esto vosotros sois testigos» ¿De qué somos testigos? Estamos llamados a ser testigos en la Europa de hoy, de lo que «los discípulos de Emaús han vivido a lo largo del camino», cuando han «vuelto» —el término griego «anastrofé» es la conversión—. Han sido convertidos en la fracción del Pan con Jesús y han vuelto a Jerusalén, al “colegio” de los discípulos.
Querría deciros una cosa que me ha venido al corazón: ¿Cuál es la culpa de Europa? Su culpa principal es el no a la vida. Europa ha dicho tres veces no a su futuro. La primera vez en 1968 (ahora «celebramos» tristemente los cuarenta años del rechazo de la «Humane vitae»); la segunda vez fue en 1975, cuando las leyes del aborto han inundado Europa; y, la tercera, es la general aprobación por parte de muchos gobiernos del «matrimonio” de los homosexuales.
Europa se está muriendo por haber dicho no a la vida. Siento en el corazón deciros que también es un pecado de nosotros, los obispos, aunque ninguno de los presentes fuera obispo en 1968.
En Alemania, por ejemplo, por cada cien padres hay sobre sesenta y cuatro hijos y cuarenta y cuatro nietos. Esto quiere decir que en una generación, la población alemana sin la inmigración disminuye a la mitad.
Hubo algunas excepciones a aquel rechazo general de la encíclica de Pablo VI, entre ellas la del Cardenal-Arzobispo de Cracovia, el que luego sería Juan Pablo II, que, con un grupo de 76 teólogos redactó proféticamente un memorándum en 1976, que envió a Pablo VI. Personalmente pienso que este testimonio de un obispo de la Iglesia Mártir, de la Iglesia del Silencio, pesó más que todos los estudios que Pablo VI encargó sobre la cuestión, y que le hizo tomar esta atrevida decisión, con la que quedó en una terrible soledad.
Sin embargo, hay una innegable realidad defendida y vivida por muchas familias, que aceptan felices la vida como un gran regalo de Dios.
En cambio, nosotros, no pocos obispos, cerrados tras las puertas por la angustia no de los judíos sino de la prensa y también por eI miedo de la incomprensión de nuestros fieles, no hemos tenido valentía. Cuando ha venido la ola del aborto, la Iglesia estaba debilitada. El Papa Juan Pablo II nos ha enseñado durante todo su pontificado este coraje de decir sí a Dios, a Jesús, a pesar del riesgo de ser despreciados. Tenemos que arrepentimos de este pecado del episcopado europeo y de su graves consecuencias.
«Hermanos, sé que actuasteis por ignorancia», les dice Pedro a los judíos, a sus hermanos. Si hubiéramos sabido las consecuencias de este no a la vida, nunca hubiéramos dicho un no a la «Humane vitae». Habríamos tenido el ánimo de decirles a nuestros fieles: “Tened confianza, creed en la vida”. Todos conocemos cuánto dolor hay en quien ha abortado, arrastrando una vida triste. Somos corresponsables de esta tristeza de Europa.»Arrepentíos y convertíos» dice Pedro.
Yo sé que hay familias, como las de las comunidades de iniciación cristiana en muchas parroquias del mundo, que por la predicación y el carisma de unos “locos” que creyeron lo que decía el Papa —sí a la vida—, han tenido el ánimo de vivir las alegrías de la obediencia a la Iglesia y soportar los sufrimientos de tal carisma.
Dejadme que os cuente alguna de mis experiencias de obispo, pobre pecador, como testigo de este carisma: los carismas son dados gratuitamente para la lglesia, para su edificación. No significan automáticamente una santificación del portador del carisma; son también una invitación al portador del carisma a santificarse, pero sobre todo son un don para la Iglesia. Y yo veo que aquí hay un don para la Iglesia. Este proceso de iniciación cristiana, este itinerario de fe, no siempre es bien acogido en las diócesis y en las parroquias. Hay tensiones. Se dice que las comunidades dividen las parroquias. Yo no soy tan valiente de sostener siempre a los débiles, a los perseguidos; pero una cosa puedo decir: que un cuerpo siempre tiene tensiones, sólo un cuerpo muerto no las tiene. Y éstas también son parte de la conversión necesaria. Esto no justifica las equivocaciones humanas que ocurren, cierto; pero cuando el Evangelio es proclamado para la conversión, crea tensión inevitablemente. Y nosotros, obispos, debemos preguntarnos: «Si hay tensiones, ¿no son quizás saludables?» Sí, porque velamos, como es propio de uno de nuestros “oficios” o misión pastoral, porque nos permiten preguntarnos qué quiere Dios de nosotros. Entonces por esto querría, en este santo lugar, pedir que el Señor entre, aunque nuestra puerta esté cerrada, y nos dé coraje, si es eso lo que nos ha faltado en los últimos cuarenta años, para decir sí a la vida.