«En aquel tiempo, como la fama de Jesús se había extendido, el rey Herodes oyó hablar de él. Unos decían: “Juan Bautista ha resucitado, y por eso los poderes actúan en él”. Otros decían: “Es Elías”. Otros: “Es un profeta como los antiguos”. Herodes, al oírlo, decía: “Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado”. Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel, encadenado. El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano. Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio; no acababa de conseguirlo, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía. Cuando lo escuchaba, quedaba desconcertado, y lo escuchaba con gusto. La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea. La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven: “Pídeme lo que quieras, que te lo doy”. Y le juró: “Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino”. Ella salió a preguntarle a su madre: “¿Qué le pido?”. La madre le contestó: “La cabeza de Juan, el Bautista”. Entró ella en seguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió: “Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan, el Bautista”. El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados, no quiso desairarla. En seguida le mandó a un verdugo que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron». (Mc 6,14-29)
En aquellos tiempos, los reyes eran reyes absolutos, de tal forma que ostentaban todos los poderes legislativos, ejecutivos y judiciales y, por tanto, eran dueños de la vida y hacienda de los gobernados. No es de extrañar, pues, que no tuviera Herodes reparo en encarcelar o incluso matar a cualquiera sin juicio alguno, simplemente por capricho de alguien.
Aquí Herodes comete varios pecados: de injusticia por encarcelar a Juan; de lujuria y adulterio, por sus amores deshonestos con su cuñada, vivo su marido; de imprudencia al ofrecer parte de su reino por un “trabajo” bien hecho, simplemente una danza; de debilidad ante sus súbditos por no afrontar su responsabilidad ante algo tan grave como la vida de otra persona, injustamente encarcelado. Y así podríamos continuar con todos los agravantes que hubiere menester.
Recordemos que el rey David cayó en los pecados de adulterio y asesinato, pero su reacción ante Dios por las acusaciones del profeta Natán fue de arrepentimiento, haciendo penitencia, vistiéndose de saco y llenando la cabeza de ceniza en señal de esa misma penitencia. Por ello obtuvo el perdón de Dios, dejándonos ese bellísimo Salmo 51 que conocemos como el “Miserere”.
Además, es de señalar la postura inicial que nos relata el Evangelio en cuanto a la curiosidad de Herodes por conocer a Jesús: él desea conocerlo para que le haga un milagro que le divierta, como un juglar más, como alguien que hace malabares que le diviertan o sacien su curiosidad.
Cuántas veces nosotros no habremos pedido a Dios que nos haga un milagro sobre algo que necesitamos, sin pensar que Él es Providente y cuida siempre de sus criaturas. Como no sabemos pedir, Jesucristo nos enseñó con la catequesis del Padrenuestro la forma en que nos hemos de presentar a Dios, y lo que realmente es necesario para nuestra vida, pero sobre todo, para nuestra salvación.
Tomás Cremades