Jamás pensó San Pablo que, al recibir credenciales del sumo sacerdote para perseguir a los cristianos, su vida iba repentinamente a dar un cambio de ciento ochenta grados. Tras un primer momento de recelo por parte de las iglesias que habían oído cómo se las gastaba el tal Saulo, pronto aquella rabiosa cristianofobia se transformó en la más fiel y amorosa cristianofilia. Él, que había perseguido y encarcelado a muchos hombres y mujeres, ensañándose con ellos por seguir al Nazareno, probó su propia “medicina”.
Los primeros tiempos del cristianismo, relatados minuciosamente en el libro de los Hechos de los Apóstoles, fueron agitados y convulsos; la nueva doctrina y su estilo de vida chocaba frontalmente con el culto del Templo y el Sanedrín, que no se resignaba a aceptar que el velo del Templo se hubiera roto al morir crucificado Jesús de Nazaret. Pensaban sus oponentes que, con los primeros castigos a sus seguidores, estaban a tiempo todavía de sofocar el crecimiento de esa planta que crecía vigorosa y por doquier: “La palabra de Dios iba creciendo y en Jerusalén se multiplicaba el número de discípulos; incluso muchos sacerdotes aceptaban la fe” (Hch 6,7).
Saulo de Tarso se había educado a los pies del rabino Gamaliel, de prestigio reconocido por todo el fariseísmo de su tiempo de lo cual él mismo tenía a gala gloriarse. San Lucas levanta acta de la inquina que el primer germen cristiano provocaba en la clase sacerdotal. Nuevamente el tándem Anás y Caifás se apodera de Pedro y Juan para encarcelarlos y azotarlos. Esteban es el primer mártir del cristianismo que paga con su sangre el seguimiento de Jesús. Herodes Agripa I, nieto de Herodes el Grande pasa a cuchillo a Santiago el Mayor y encarcela nuevamente a Pedro.
Poco tiempo después, “se desató una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén; todos menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaria” (Hch 8,1). Pablo, por propia iniciativa y echando pestes contra los discípulos del Señor, se presenta al sumo sacerdote para pedirle credenciales y poder perseguir y encarcelar a cuantos en Damasco siguieran este “Camino”, convirtiéndose así en el prototipo de “azote de los cristianos”.
Y Pablo pone alma, vida y corazón en esta tarea, de la que ya había aprendido lo que había que hacer, cuando participó en la lapidación de Esteban. Después de enterrarlo, “Saulo, por su parte, se ensañaba con la Iglesia, penetrando en las casas y arrastrando a la cárcel a hombres y mujeres” (Hch 8,3). Él mismo lo reconocería, años más tarde, en la misma Jerusalén: “Yo perseguí a muerte este Camino, encadenando y metiendo en la cárcel a hombres y mujeres, como pueden atestiguar a favor mío el sumo sacerdote y todo el consejo de los ancianos” (22,4-5) y, nuevamente, ante el rey Agripa: “Yo creí que era mi deber actuar con todos los medios contra el nombre de Jesús el Nazareno […]. Repetidas veces, recorriendo todas las sinagogas y ensañándome con ellos, les obligaba a blasfemar, y, rebosando furor contra ellos, los perseguía hasta en las ciudades extranjeras” (Hch 26,9-11).
muere el lobo y nace el cordero
Mas ocurre que, cerca de Damasco, el mismo Jesucristo se le aparece, lo deslumbra y cae por los suelos, al tiempo que le pregunta por qué lo persigue. Ciego como se quedó, en los días que siguieron en soledad y ayuno, se dio cuenta en seguida de que el Nazareno se identificaba con los cristianos que él odiaba y perseguía a muerte.
San Lucas no nos cuenta qué pasó en el corazón de Pablo durante aquellos tres días de oscuridad, aquel que con tantas ínfulas se iba a comer el mundo y acabó mordiendo el polvo de la tierra; pero sí conocemos los resultados de su encuentro con Jesús resucitado: fue consciente de que toda su vida anterior y todo lo que pretendía llevar violentamente a cabo, se cayó por los suelos, consecuencia simplemente de su total ceguera espiritual, cuyo signo era la ceguera corporal que le provocó en sus ojos la Luz de Cristo —es decir, la Luz que es Cristo—, reduciéndolo de golpe a la impotencia y desamparo vital. Aquel que se ufanaba de su brazo armado se quedó y vio inútil como un trapo sucio. Fue el Espíritu Santo quien se encargó de “trabajar” su corazón para hacerle ver, también de golpe —el golpe de la gracia— que quien lo había deslumbrado era la “luz del mundo” (Jn 8,12).
El anciano Ananías, que ni de lejos se atrevía a ir a verlo, ¬ignoraba que aquel cruel perseguidor de la Iglesia era “un instrumento elegido por Dios para llevar su nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel” (Hch 9,15). Hubo de convencerlo el Señor para ayudar a Pablo a que recobrara la vista, la del cuerpo y la del alma —“el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno de Espíritu Santo” (Hch 9,17)—, y así, sin más “inmediatamente”, dice el texto, “se levantó y fue bautizado” (Hch 9,18).
el perseguidor bien amado
Es interesantísimo cómo actúa el Señor, “saltándose” algunos pasos intermedios: la predicación de la Buena Nueva y la conversión como preludio del bautismo y, con él, la efusión del Espíritu Santo. Parece, pues, que hay un orden diverso e inverso dependiendo de quiénes sean los destinatarios de la recepción del Espíritu Santo. Con los Apóstoles, sin más requisitos previos, sopla sobre ellos y les infunde el Espíritu Santo o se lo envía en Pentecostés, mientras que a los restantes se les pide antes la conversión. ¿Por qué? La razón es muy sencilla: los Apóstoles ya estaban limpios, como los había declarado el mismo Jesús antes de la última Cena, en el lavatorio de los pies: “Vosotros estáis limpios” (Jn 13,10).
¿Y Pablo? ¿Cómo fueron las cosas con Pablo de Tarso? También él escuchó la Palabra por boca del mismo Señor resucitado: “Soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer” (Hch 9,5-6). Tumbado y derrotado en el suelo —o sea, caída por tierra su altivez— y cegado y ciego repentinamente, fue consciente de que lo que pretendía tan bravuconamente hacer era eso, dar palos de ciego o, como más tarde él mismo reconocería, “dura cosa es dar coces contra el aguijón” (Hch 26,14).
El silencio y ayuno de tres días le rompió el corazón, ya contrito por el encuentro luminoso con Jesucristo, que le susurraría el plan divino sobre él —“me he aparecido a ti precisamente para elegirte como servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto como de las que te manifestaré” (Hch 26,16)—, y que le ratificaría el anciano Ananías bautizándolo: y Pablo fue lleno del Espíritu Santo.
El caso es que en ese breve espacio de tiempo, en que Pablo pasa de ser un feroz perseguidor de la Iglesia a un insuperable adalid del anuncio de la Buena Nueva, ocurrió uno de los casos más repentinos y aparatosos de conversión, superado, por entonces, solamente por San Dimas, ladrón de toda la vida, crucificado a la derecha del Señor en el Calvario, quien poco antes de morir, mereció el premio inesperado de la entrada gratuita en el reino de los cielos —¡el primer santo canonizado en vida!— tan solo por la simple confesión de inocencia de Jesús que moría a su lado.
A partir de este momento de su conversión, San Pablo se convierte en brillante defensor de la fe cristiana: todo el ardor anterior para perseguir a muerte a los cristianos se trueca en fogosa retórica para intentar persuadir al más pintado que Jesucristo, el Hijo de Dios enviado por el Padre, es el Mesías que Israel ha crucificado y Dios ha resucitado para salvación de todos. En seguida se dará cuenta de que no se trata de llegar al corazón de las gentes con argumentos puramente de razón o apoyados en la superada Ley de Moisés, sino en la fe por pura gracia, hasta el punto que no tardará en confesar a su comunidad de Corinto que “cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado” (1 Cor 2,1-2).
antes, solo la Ley, en adelante, únicamente Cristo
Tras un primer momento de recelo por parte de las iglesias que habían oído cómo se las gastaba el tal Pablo, pronto aquella rabiosa cristianofobia se transformó en la más fiel y amorosa cristianofilia. Apenas comenzó a predicar la Buena Nueva en las sinagogas, “los judíos […] provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron de su territorio” (Hch 13,50); en Iconio trataron de apedrearlo (Hch 14,5), cosa que sí hicieron en Listra: “Llegaron unos judíos de Antioquía y de Iconio y se ganaron a la gente; apedrearon a Pablo —¡cómo se acordaría él de Esteban!— y lo arrastraron fuera de la ciudad, dándole ya por muerto” (14,19). En Filipos “la plebe se amotinó contra ellos (Pablo y Silas), y ordenaron que les arrancaran los vestidos y que los azotaran con varas; después de molerlos a palos, los metieron en la cárcel” (16,22-23), como él mismo recordaría en una de sus cartas (ver 1 Tes 2,2).
En Corinto “los judíos se abalanzaron de común acuerdo contra Pablo y lo condujeron al tribunal” (18,12); pero él sabía que no había persecución en el mundo contra él que lo pudiera separar del amor de Cristo (ver Rom 8,35) y de seguir anunciando el Evangelio: “Y nosotros mismos, ¿por qué nos exponemos continuamente al peligro? Muero diariamente; lo digo, hermanos, por la gloria que tengo por vosotros en Cristo Jesús, nuestro Señor. Y si combatí contra fieras en Éfeso…” (1 Cor 15,30-31), hasta el punto de poder confesar: “Vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo” (2 Cor 12,10), “por el cual estoy en la cárcel” (Col 4,3), por anunciar el evangelio, “por el que padezco hasta llevar cadenas, como un malhechor” (2 Tim 2,9 y Flm 13). Y una vez más se acuerda de los sufrimientos pasados: “las persecuciones y los padecimientos, como aquellos que me sobrevivieron en Antioquía, Iconio y Listra. ¡Qué persecuciones soporté!” (2 Tim 3,11): “tribulaciones, infortunios, apuros, golpes, cárceles, motines, fatigas, noches sin dormir y días sin comer” (2 Cor 6,5-6).
Solo, pues, queda admirarse, tanto por el miedo que provocaba su brazo armado con la espada como por el celo que provocaba ese mismo brazo con la cruz; por las palabras violentas que salían de su boca contra los cristianos como por las palabras divinas que el Espíritu Santo puso en sus labios y en sus escritos; por el empeño que puso en encarcelar a la Iglesia como por las prisiones y cadenas que soportó por amor al Evangelio; por la bizarría de su talante belicoso como por el arrojo (“parresía”) en el anuncio de la Buena Nueva; por la cobardía en la lapidación de Esteban como por el derramamiento de su sangre en su propio martirio, que, aparte de su convicción de que “todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4,13), lo llevó a exclamar: “Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,19-20).