Orar es hablar con Dios, tener un encuentro íntimo y personal con Él. Y toda oración en el camino de la vida es petición. Al dirigirnos a Dios, ya estamos pidiendo su escucha y atención para comunicarnos con Él y dialogar en la intimidad. Todo se lo pedimos: que nos muestre su voluntad, que nos guíe, que no nos deje caer… Sabemos que necesitamos su gracia en cada momento, y Él, que es Padre, nos dará aquello que nos conviene.
Imaginemos la vida de cualquiera que busque la verdadera trascendencia —fuere cual fuere la religión que profesa— como una L, un ángulo en cuyo vértice está situado el varón o la mujer que ha presentido a Dios. Uno de los lados asciende hacia el ser supremo y absoluto, por la necesidad innata en el hombre de identificarse con Él, y a la vez se apoya en un lado horizontal que indica nuestra pertenencia a la humanidad, dignificada para los cristianos por la venida del Hijo. El lado vertical en continuo ascenso de esa imaginada L no es posible sin el previo reconocimiento de nuestra necesidad de Dios y de nuestra debilidad e insignificancia.
Así, el lado vertical es la humildad y el lado horizontal, que se extiende hacia los demás y nos hace sentir y compartir los problemas del hermano, es la caridad. Amar a Dios y amar al prójimo; juntas e inseparables, estas dos virtudes conforman todo el programa de la vida del seguidor de Cristo.
La plenitud espiritual, el encuentro con Dios, requieren de la oración, del dialogo íntimo, además del desprendimiento, la desnudez y la búsqueda en el anonadamiento. Pero el costoso ascenso no deja, sin embargo, de estar anclado a la condición humana que es, como en la L, la base en que se apoya. Si aceptamos el símil paulino en la vida espiritual con la del atleta que se prepara alimentándose y ejercitándose duramente para conseguir el fortalecimiento de su cuerpo, creo yo que en este entrenamiento indispensable de trabajo y ascesis, no deja atrás la entrega al prójimo, sino que precisamente a ello dedica Pablo su vida. No es llegar el primero en solitario, es, como un deportista en equipo, llegar con todos en nuestra cualidad plural, atados a los hermanos y sintiéndonos conjunto humano, así nos lo exige Jesús en el deber de ir por todo el mundo a llevar la buena nueva.
hazme dócil a tu voz
La placentera situación del místico que se refleja en el verso precioso de San Juan de la Cruz: “Dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado”, no es referido, a mi pobrísimo entender, solo al fugaz encuentro con Dios, al fogonazo que el alma vislumbra cuando Él se deja ver, sino al estado de total desprendimiento de sí mismo, sin egoísmo alguno, que deja a Dios la tarea de hacer en él su voluntad. ¿Y quién puede dudar de que la voluntad de Dios es, de una u otra forma, amar y darse siempre al prójimo?
El camino de la vida espiritual no es para conseguir ser un ángel, sino llegar a la condición plena de HOMBRE (varón o mujer), ascender sin descanso y vaciado de sí mismo y lleno de gracia, por la indudable respuesta del Espíritu, irradiar hacia el hermano, sintiendo como propias sus alegrías y sus carencias, dolores y angustias, ayudándole generosamente.
Retomando nuestro tema de la oración de petición si solo nos referimos a la petición personal: “pase de mí este cáliz” —que no es menor, puesto que refleja nuestra menesterosidad y la necesidad de Dios en los momentos de enfermedad, dolor o angustia— puede parecer interés personal, como en los ejemplos evangélicos (la salud, un acto de justicia, un pan etc.), pero Jesús, refiriéndose a estas situaciones, insiste en “pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
mientras más se ama, mejor se reza
Quiero referirme a otra oración de petición, que debe ser continua y universal, por los otros, por todos, para la resolución de los problemas materiales y espirituales de los hombres, y los países lejanos, desconocidos, de cuya felicidad nada sacamos; o por todos aquellos que se cruzan con nosotros diariamente en los medios de comunicación o en la calle, aunque no sepamos nada de sus vidas. Esta oración de petición formulada por amor al mundo y el deber de extender el bien, desinteresada, universal y sin límites, la eleva la iglesia continuamente en los actos litúrgicos. También los contemplativos, a la vez que se ejercitan para el ascenso de la vida mística en su intento de perfeccionamiento e intimidad con Dios, tienen presente en sus oraciones las necesidades espirituales y materiales de todos, en un acto de amor al prójimo,.
Creo que este mundo desorientado se sostiene gracias a esta red de oraciones y buenos deseos dirigidos al Señor de todas las cosas, presentándole las carencias y problemas del ser humano. La comunión de los santos, que citamos en el Credo, es una preciosa referencia a esta comunidad que permanece aún después de la muerte, para ayudarnos mutuamente.
Por la intercesión de Santa María, nuestra constante abogada, y de los santos, la petición universal le recuerda al Señor su misericordia y su ternura de Padre, así nos lo enseña el “Padre nuestro,” la única oración que nos dicta Jesús mismo, que está en plural y se reza unidos a los hermanos. Porque asegura Juan en su primera carta: “es un mentiroso el que dice amar a Dios al que no ve y no ama a su hermano al que ve” (1 Jn 2,3).