«En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: “Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: ‘Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia’. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”. Le contestaron: “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos”. Y Jesús les dice: “¿No habéis leído nunca en la Escritura: ‘La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?’. Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”. Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos. Y, aunque buscaban echarle mano, temieron a la gente, que lo tenía por profeta». (Mt 21, 33-43. 45-46)
1. El Evangelio de San Mateo, después de narrarnos la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén y de la expulsión de los vendedores del Templo, tiene como prisas en enfrentarnos a la pasión-muerte y resurrección del Señor, echando mano para ello de una gran batería de parábolas con las que se enfrenta a los fariseos, levantando ampollas en la dura piel de los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, que acabarán efectivamente en dar carta de naturaleza a su conspiración para llevarlo al patíbulo de la cruz. Y en medio de ese catálogo de parábolas, les cuenta esta, conocida como la de los viñadores homicidas, en la que no se sabe si admirar más la vis creativa de Jesús para idear esta narración tan tajante y clarividente, o la adaptación de su contenido al pie de la letra aplicado a la vida de sus oyentes, o la crueldad de la tragedia que en ella se destila.
2. El tema de la viña era una imagen cuidada con esmero por el pueblo elegido, que se sabía viña del Señor (ver ante todo Is 5,1ss: «Voy a cantar a mi amigo el canto de mi amado por su viña…» ): «Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste… Dios del universo, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña. Cuida la cepa que tu diestra plantó» (Sal 80,9.15-16). Hasta el más cortito del auditorio entendió muy bien el sentido de la parábola, que hizo rechinar los dientes a los jefes del pueblo, que estaban allí para cazarlo en alguna contradicción: Jesús era el último mensajero del Viñador que ellos iban a asesinar para quedarse con la viña, después de haber matado impunemente a otros mensajeros precedentes (los profetas) que periódicamente habían venido a recabar los frutos. «La viña y las uvas son para nosotros —se dijeron aquellos—, y a ti te quitaremos de en medio, como hemos hecho con los demás».
3. Quizás a alguien le gustaría hacerse presente en aquella escena y, como simple espectador, poco a poco tomar partido por el enviado del Padre, dirigiendo luego continuas miradas de incontenido reproche hacia los fariseos, sumos sacerdotes y ancianos; pero «no juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros» (Mt 7,1-2). Yo más bien veo (no, no me lo imagino) a Jesús con su corazón llorando a lágrima viva por su pueblo, que de tal guisa le cierra los oídos y abre las manos para blandir el pesado martillo con el que lo clavan en la cruz. Y es verdad, a pesar de un relato tan trágico, mientras Jesús declama los hechos, llora desconsolado por la Jerusalén de sus entrañas, su pueblo escogido y amado (así en Lc 19,41), o «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido. Mirad, vuestra casa va a ser abandonada» (Lc 13,34).
4. Esta historia es tan antigua como el hombre: se trata de apropiarse de lo que no es suyo, de lo que es de Dios en definitiva. Se lo repetirá suavemente de nuevo con otra parábola, la de los talentos (ver Mt 25,14-30). Tenemos una tendencia innata a adueñarnos de lo ajeno, hasta el punto de matar al mensajero que viene a recordarnos que nada es nuestro, empezando por la vida, de la que somos administradores, pues ni nos la hemos dado ni depende de nosotros acabarla —«¿quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?» (Mt 6,27)—: no sé con qué caradura detentadora se presentan esas «femen» y similares que reivindican el derecho de disponer de la vida que llevan en su seno, cuando ni siquiera mandamos en nuestro cuerpo, que, en cualquier momento, nos traiciona a nuestras espaldas y nos deja para el arrastre: un día se les pedirá cuentas y se quedarán sin la maternidad que rechazaron y sin nada en las manos que ofrecer al Viñador.
5. «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos» (Mt 21,43): Los grandes profetas habían desarrollado la infidelidad de Israel, su perjurio y su prostitución, alternando el simbolismo de la viña con el de la esposa (ver Is 5; Os 10, Jr 5 y 7; Ez 15 y 17). Hay, pues, un nuevo pueblo, la Iglesia, un nuevo administrador de los dones (¡ojo!, ¡dones!, no propiedades) recibidos, con el encargo de dar frutos: es también una encomienda personal de Dios conmigo: mi vida es su viña; por eso no nos escondamos en el falso anonimato de formar parte de ese pueblo, la Iglesia, para esquivar la urgencia de responder al Amor de Dios con todo el amor, con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas…, si no queremos correr el riesgo, inicuo y criminal (matar al mensajero…, que es lo mismo que matar la Palabra de Dios, sin guardarla en nuestro corazón, como la Virgen María), de vernos privados del Espíritu Santo y vagar por el desierto como un maldito «Azazel».
Jesús Esteban Barranco