En aquel tiempo, Jesús llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla? Quien se avergüence de mí y de mis palabras, en esta generación descreída y malvada, también el Hijo del hombre se avergonzará de él, cuando venga con la gloria de su Padre entre los santos ángeles.»
Y añadió: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar el reino de Dios en toda su potencia» (San Marcos 8, 34-9.1).
COMENTARIO
Llamó Jesús a la gente, no solo a sus discípulos, el mensaje era tan fundamental que era para todos, es para todos, aún fuera de su grupo o de la Iglesia. Les da a escoger, a elegir entre dos caminos: seguirle a Él o seguir sus propios criterios.
En aquellos tiempos la cruz era un símbolo real de perder la vida. Da por hecho que muchos no se van a atrever a seguirle ¿por qué razón debe uno aceptar la terrible carga de la cruz? ¿Por qué motivo se debe querer seguir a Jesús cuando el discipulado puede significar morir? Pero la cruz está inscrita en la vida del hombre y querer excluirla de tu vida es como ignorar la realidad de la condición humana. Aunque la opción de aferrarse a ella y cargarla voluntariamente, no parece que sea lo que más podamos desear. Según la lógica del mundo que nos rodea lo ideal es que desaparezca de nuestra vida. Los criterios del mundo nos impelen a huir del sufrimiento, buscar la satisfacción, los placeres, la “calidad de vida”. Nos buscamos a nosotros mismos. Salud, dinero y amor. Pero la experiencia demuestra que cuanto más haces por alguien mejor te sientes contigo mismo. El mensaje es paradójico en extremo: ¡Si deseas salvar tu vida, piérdela (entrégala)! La cruz es signo de amor y de entrega total.
Jesús no nos engaña. Sus palabras parecen duras pero nos revelan el auténtico secreto de la vida. Él mismo se entregó a la muerte, nos entregó su vida por amor y resucitando transformó la muerte en vida y el dolor en luz y esperanza. Esto es lo que 6 días después muestra a sus discípulos en la transfiguración (Mc 9,2-8), la gloria de la resurrección para que cuando lo vean en la cruz no tengan miedo. Nosotros también seremos transfigurados, porque solo así podemos acompañar a Cristo cargando su cruz. Abandonarse a la voluntad de Dios es entregarse a sí mismo y se encuentra la paz y la libertad puede convertir tu dolor en alegría, tu aislamiento en comunión, tu muerte en vida. Ofrece esperanza ilimitada a nuestro mundo sediento y caído.
También se habla de la vergüenza (Mc 8,38). Ya estaba profetizado por Isaías (Is 53). Un siervo humillado, ultrajado, condenado a la más baja de las muertes, sin apariencia ni presencia, ante quien se vuelve el rostro; nosotros diríamos que da “vergüenza ajena”. En nuestro mundo los cristianos somos vistos muchas veces como un grupo de desesperados a los que se les ha “comido el coco”. Se nos juzga de reaccionarios o al menos nada “progresistas”; nos tachan de supersticiosos, ingenuos, a los que se engaña para mantener las estructuras eclesiales totalitaristas y machistas…
Y nos atemorizamos de dar testimonio, nos avergonzamos y tantas veces caminamos ocultos, con la cabeza baja.
El Señor nos urge a no vivir avergonzados por seguir al crucificado y a no pensar cómo piensa el mundo.
Somos diferentes, sí, porque nuestra vocación y nuestra identidad es dar la vida por el otro. Y sí, somos como vasos de barro, frágiles, pero sólo así podemos llevar el Espíritu de Dios que es, quien actuando en nosotros, nos hace “de otra pasta”, y nos capacita para coger nuestra cruz, nuestro dolor y subir contentos a ella junto a Cristo y PERDER LA VIDA y experimentar así la paz y la alegría del amor del Padre.
Ánimo, defiende tu fe, reza como dice el Salmo: -… junto al camino bebe del torrente por eso levanta la cabeza – (Sal 109,7).