«En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?”. Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús con la mujer, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. (Jn 8, 1 -11)
Jesús está tranquilo, y lo está para enseñar, para corregir, para perdonar y para amar. San Ignacio de Loyola escribía a los padres enviados a Trento que “para mover a las almas a su provecho espiritual, ayuda el hablar largo, concertado, amoroso y con afecto”. San Juan de Ávila actuaba con los demás “recibiéndolos con caridad y afecto amoroso, oyéndolos con gusto, y respondiendo a todos”. Estos grandes maestros de la espiritualidad lo aprendieron de Jesucristo, único Maestro.
Jesús se retira al verde de la montaña, entre olivos, para ponerse en comunicación con su Padre. Pasaría toda la noche recibiendo instrucciones y amor de lo Alto. Al amanecer va de un “templo” natural a otro construido por hombres, morada también de Dios. San Bernardo tenía por libro los bosques, donde contemplaba a Dios, y también los claustros conventuales, portadores de la paz divina.
La gente acudía a él y enseñaba sentado. Actitud de calma, de tranquilidad, de amor. Las grandes lecciones entran mejor con silencio, con paz, con sosiego. Simplemente con esa postura, ya sin enseñar enseñaba. Ha de atenderse al otro, al prójimo, como si fuera el único y más importante en ese momento. Las prisas suelen causar heridas en los demás. Hemos de usar la eternidad para el prójimo, es decir, usar todo el tiempo necesario para que el amor fluya a su aire. La caridad o es vitalicia o es una farsa. El corazón nunca tiene vacaciones. Cristo está amando mientras enseña con tranquilidad. El amor de Maestro le hace estar pendiente de los modales.
Entran en escena unos escribas y fariseos que han sorprendido a una mujer en adulterio. Se acercan a Jesús con intención torcida, con la ilusión de sorprender al Maestro en inferioridad, de ponerle en un apuro. El espíritu fariseo disfruta así; mofándose del otro, rebajando al otro, dejándole en evidencia o tratando de hacer que queden patentes las lagunas ajenas. Es más, se nutre de todo eso para el sostén de su propia vida farisea. Naturalmente se encontraron una vez más, en la persona del Señor, con un muro. El deporte fariseo consiste en quitar méritos a los demás, en creerse siempre superiores, en mirar por encima del hombro, en disfrutar con el fracaso ajeno. Aquel que no es fuerte se pone una camisa estrecha para simular fortaleza corpórea. El fariseo llena sus labios de estrecheces, rigorismos y legalismos para aparentar una santidad que no tiene. Todo este mundo fariseo se hace añicos ante la muralla dominical, ante la Roca que es Cristo (1 Cor 10,4)
Estos escribas y fariseo suelen estar a la caza de pecados y defectos ajenos, con tal de que ellos puedan brillar con más pompa. Me pregunto si sorprendieron a la mujer sin más o iban a la caza de males ajenos, expresión de su interna malicia. Ellos ven pecados porque tienen pecados. Sus propios pecados quedan proyectados en la vida de los otros. En el propio mal se origina la obsesión por captar y descubrir pecados de los demás. “De la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12,34). La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo está sano, todo tu cuerpo será iluminado; pero si tu ojo estuviere enfermo, todo tu cuerpo quedará en las tinieblas. Ahora bien, si la luz que hay en ti es tinieblas, las tinieblas mismas, ¿qué serán?” (Mt 6,22). Fariseos, esos hombres enfermos, especialistas de faltas humanas.
La actitud del Mesías es sorprendente: se inclinó. Ante la desfachatez de los escribas parece no inmutarse, no se deja contaminar por el mal, responde con letras en la arena. Al mal bravucón responde con la paz. Carece de impulsos pasionales o primarios. El mal no puede con él, no le arrastra. Es el Redentor y como tal ha de responder: inclinándose, bajando al suelo. Bien sabe que el desamor se cura con un amor bajante, que se inclina ante el pecado para vencerlo. La soberbia de Satanás es triturada por la obediencia del Salvador. Ejemplo extraordinario para los combates humanos. Ante el pecado debemos reaccionar bajando con amor al suelo de la humildad y escribir… sin disparar.
Los fariseos vuelven a insistir. El Señor, después de haber bajado, sin impacientarse, sin perder la calma, afronta el pecado de frente; sí, pero lo hace, como digo, después de haberse inclinado. “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Y volvió a inclinarse y a seguir escribiendo. Al Maestro le tira la humildad. Debemos actuar igual: volver una y otra vez a lo nuestro, a la humildad. Esta es la salud de la humanidad. “Bendecid a los que os persiguen: bendecid y no maldigáis. Gozarse con los que gozan, llorar con los que lloran. Tened los mismos sentimientos unos para con otros; no fomentando sentimientos de altivez, antes dejándoos arrastrar por lo humilde” (Rm 12,15-16).
Las piedras empezaban a caer en la tierra. La humildad de Jesucristo hizo el milagro de convertir los pedruscos en algodones. A pedrada limpia no se arreglan los problemas entre esposa y esposo, ni entre padres e hijos… ni entre nadie. En el hogar debería instalarse esta capacidad de convertir las piedras en algodón. Es todo un arte aminorar las iras, consumirlas en el fuego del amor.
Dice el Evangelio que se fueron escabullendo todos, uno a uno, empezando por los más viejos. ¿Por qué? El Señor no dijo que se fueran. Ellos son los que se van. Él estaría deseando de que permanecieran con Él para que pudieran seguir recibiendo lecciones de amor hasta el final. Pero su fariseísmo les pudo, su alergia al amor venció al Amor del Maestro y se fueron “atomizadamente”, uno a uno, sin amor comunitario. El mal siempre acaba en soledad, en aislamiento. Así de inconsistente es el mal.
La escena acaba en diálogo de amor. Es el Señor el que está sanando a esta mujer, y lo hace con delicadeza. Ella seguía allí delante, no se escabulló, magnetizada por el amor de Dios, superior a cualquier otra forma de amor humano.
Francisco Lerdo de tejada