“Me enseñarás
el camino de la Vida”
Cesar Allende García
Teólogo
A media tarde de aquel
primer día de la semana,
dos judíos caminan
de Jerusalén a Emaús.
Hablan y discuten
(Lc. 24, 13-15).
Magnífica exposición de Lucas acerca de la condición del existir humano: somos un ser curioso, que -según el viejo dicho- al principio a cuatro patas, luego a dos, y al final a tres, vamos de camino mientras hablamos, o bien hablamos mientras vamos caminando. La vida humana es una itinerancia en la que los pasos son palabras y las distancias alargan discursos. Un velo espeso recubre nuestra realidad: la indispensable búsqueda de la verdad o “alezeia” consiste en retirar el velo, si re-tiramos lo que nos re-cubre, encontraremos que soliloquios, unas veces y, otras, diálogos y discusiones, empolvan y empiedran la existencia. Van de camino los dos judíos, ahondando un poco más la vereda, bien ajenos al próximo acontecer y muy pendientes del pasado.
La palabra alberga la realidad. La Palabra lo creó todo y ahora lo va a hacer de nuevo. Una presencia, tenue al principio, pero maravillosa, se les acerca a los caminantes; salía de la distancia y cobraba intensidad, hasta colocarse a su lado (Lc 24, 15).
Cleofás y su compañero empiezan en Jerusalén. Jesús empezó “la cosa” en Galilea (Hch. 10, 37; Lc. 23, 5). También nuestra vida tiene un punto de arranque: una situación en que la Providencia nos ha colocado. El diálogo con las cosas y con la Realidad nos realiza, lo convierte todo en historia. Ya desde el comienzo, estuvo claro que no era bueno que el hombre estuviera solo. Y Dios se decidió a hacerle un semejante con quien hablar (Gn. 2, 18). Solos, a lo más, ocupamos un trozo minúsculo de la Tierra; pero lo que es vivir se consigue con ese acompañamiento singular y en diálogo con él.
El habla estructura nuestro mundo y nos realiza como personas. En aquella tarde, los discípulos conversaban y hablaban discutiendo entre sí. Algo importante se traen entre manos: algo que ha ocurrido ayer mismo, esta misma mañana…, y que aún está por ocurrir.
En nuestros días la Comunicación parece no tener límites, su alcance es extraordinariamente extenso. Pero no es menos cierto que se trivializan los mensajes, muchas veces, hasta la mera palabrería, el infundio, la calumnia y la maledicencia como categorías usuales del discurso. El don del habla se pervierte y el minúsculo órgano de la lengua resulta difícil de gobernar por su enorme ambivalencia (Sant. 3, 2b-12). Ya nos previno el Señor que de toda palabra vana habrá que dar cuenta.
Llama la atención el hecho de que el Resucitado no fuera reconocido por aquellos a quienes se aparecía, sino a través de “signos”. Pues bien, puesto el signo, ¿qué cambia… para que se le reconozca? Cambia la mirada.
El signo opera en los ojos: limpia cataratas, corrige miopías, fija retinas, estimula “vistas cansadas”… Renovado, el ojo capta la identidad entre el Jesús de antes y el ahora presente “resucitado”. Que sea el mismo y él mismo y a la vez diferente -no distinto- es una cuestión cuya solución requiere una forma nueva de mirar y, consecuentemente, de ver. Ya se ve (!) que llamamos ojos al corazón. Esta curación la realiza una luz nueva: les pasó a los de Emaús y también a San Pablo, cerca de Damasco, cuando aún era Saulo.
La presencia del Resucitado recién llegado les amplía la realidad, estira su horizonte de atención y comprensión. Y se paran entristecidos cuando les habla (v. 17). ¿Por qué habrían de pararse, si no es porque se toparon con algo imprevisto (¡im- pre- visto!)? Ese algo es el “habla” del Maestro. ¿Acaso Cleofás y el otro no habían oído hablar al Galileo muchas veces? Les debió dar un vuelco el corazón (se les dio “la vuelta”, como en el caso de María Magdalena: Jn. 20, 16). Un deje, un tonillo de la Galilea, un algo… Yo creo que primero se les paró el alma y luego, los pies no acertaban a seguir. Mirarían al forastero de arriba abajo y… ¡Ah, bueno; no es Él; me pareció por un instante reconocer esa voz. Menos mal!
Todos vamos tristes porque no sabemos bien qué nos pasa. No es el recién llegado el que no lo sabe. Cleofás y su amigo fueron empujados a este descubrimiento esencial, prólogo del que harán después, cenando con el Señor. El interés de Jesús por lo ocurrido les desvelará hasta qué punto son ignorantes de lo que está pasando en verdad, y les atraerá irresistiblemente hacia sí: “¿Qué cosas han ocurrido?” (v. 19).
De nuevo el habla del Maestro deja al descubierto la raíz última del alma. Esto es lo que somos: peregrinos, habladores y portadores de una esperanza fragilísima (“nosotros esperábamos”, v. 21), pero no menos tozuda y ansiosa de realización. “¿Qué cosas?” nos enseña qué somos nosotros, y qué es Él. El anhelo y la vasija, nosotros; la plenitud, Él.
Él es lo que ocurre, el hecho, la realidad de lo imposible e inaudito. Él es la evidencia fáctica de que para Dios nada hay imposible.
A medida que Cleofás cuenta a Jesús lo ocurrido (vv. 19-24), la clarísima y fortísimamente dulce presencia del Señor se va levantando sobre sus sombras como Lucero del Alba (Apoc. 2, 28). Lo que las mujeres han contado sobre apariciones es de filo bien delgado: nos parte en dos el interior, y separa en dos también a la humanidad. Si dura es la noche oscura para el creyente, no lo es menos para el ateo el aguijón, clavado en su razón, de que es posible lo imposible. Por esa quebrada o fisura se nos mete a todos aquella luz que da la vida.
¿En qué punto del camino se les empezó a abrir el corazón a los judíos de Emaús? ¿En una subida?; ¿en un rellano?; ¿al saltar un charco u orillar un bache hondo? Casi seguro que fue al pasar por un trigal (por lo del pan de la cena, luego).
El forastero les abrió los oídos con la paradoja más clamorosa: “que el Hijo de Dios tuviera que salir del sepulcro para así entrar en la gloria del cielo” (v. 26).
Y, como quien no quiere la cosa, hace ademán de seguir adelante (v. 28) ¡Y se queda! Lucas ha narrado el asunto de Emaús de tal forma que la historia del mundo quepa en media docena de renglones. Medida en tiempo, cabe entre el ocaso y la noche del día primero de la semana. Todo es nuevo con la Resurrección; el Señor se lo tenía dicho para más tarde, pero vale también para ahora: su aparición será un relámpago que brilla de oriente a poniente (Mt. 24, 27) y deja los corazones “que arden” (v. 32); vamos, hechos pura brasa, tal que ya no se puede distinguir qué es corazón y qué es fuego.
La vida entera ya no será igual que antes, porque ha sido alcanzada por Jesucristo: “¿No estaba que ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino, y nos explicaba las Escrituras?” (v. 32).
San Pablo escribió a los filipenses haberle ocurrido a él lo mismo (Flp. 3, 12), de modo que su misma vida es Cristo; y a los romanos les dirá algo semejante (Rom. 14, 8).
Llegan al final del camino: “Entran y se queda con ellos” (v. 29). ¿Dónde entran? Allí donde Él pudiera quedarse con ellos para siempre: se meten en lo más hondo de la Pascua; en el Sacramento del pan fraccionado y re-partido. El evangelista ritualiza esta entrada y esta permanencia en una secuencia que, incluso narrativamente, es bellísima: “Se sentó a la mesa, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando” (v. 30).
Ya dentro del Sacramento, acontece el verdadero des-cubrimiento: verle en realidad de verdad; su presencia, su aspecto anterior “desaparece de su vista” (v. 31), y queda la maravilla de las maravillas: el “Sacramento de nuestra fe”. Porque es la fe, que brota del pan re-partido, la que abre los ojos al Señor verdaderamente Resucitado y corporalmente aparecido.
Nosotros somos el hermano mellizo del apóstol Tomás, el “dídimo”, y gracias a su reticencia a aceptar de los demás que el Señor hubiera resucitado, recibimos aquella bienaventuranza “Dichosos por no ver y creer” (Jn. 20, 29). Es tanto como: “por verle de veras, en la Eucaristía, dichosos todos nosotros”.
¡Volver a Jerusalén! El retorno es algo ineludible. ¿Cómo no contar todo lo acaecido, a los demás? Y lo hicieron a prisa. En un solo renglón, dice Lucas que se levantan, llegan a Jerusalén y encuentran a los Once reunidos.
En este encuentro se funden la experiencia de Cleofás y su compañero y la de los Once y los otros que con ellos estaban. De esta fusión nace la fe pascual de esta primerísima comunidad: “Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (v. 34). No es lo mismo que “Simón ha tenido una aparición”. Lucas llama Simón al Pedro del versículo 12; porque en su nombre antiguo, de siempre, hay una oferta de Resurrección para todos, para los de siempre: para nosotros.
Cuando los había reunido a todos, se presentó Jesús en carne y hueso, no como los espíritus. Y en la carne, el agujero de la verdad. Así es el Señor: les pide un pez para comer. También en la orilla del lago les preparará sobre unas brasas un pescado y pan. Él es el Pez de Tobías. Si a uno, ciego o sometido al poder del señor de la muerte, le pasan por los ojos la hiel del pez, y por su vida el corazón, le salvan (Tb 6, 8-9). Y luego, el soplo del Espíritu, que también está en Tobías (Juan allí presente, debió recordar la conversación de Jesús con Nicodemo. Jn 3, 8).
Sin el exorcismo y sin la cura de ojos no es posible sanear la memoria de los discípulos y abrirles a la comprensión de la Escritura: lo que Jesús les va a decir es a la razón mucho más pesado de llevar que pesada era la losa del sepulcro a las mujeres, y eso que ésta era bien grande (Mc. 16, 4). Les dice que su Resurrección trae al hombre el perdón de sus pecados (Lc. 24, 46-47). “¿Quién nos retirará la piedra (Mc. 16, 3), que además tiene guardianes?” (Mt 27, 66). Alguien que sopla, de no sabemos dónde, vendrá y nos la retirará. Un viento recio que puede con todo.
De la Jerusalén Pascual a la Pentecostal, vía Emaús. Este es el camino de la vida para todo hombre (Jn. 1, 9). Dios lo enseña por la misma Palabra por la que (lo sabemos por la fe, Hbr. 11, 3) hizo toda la Creación. De la boca de Dios sale la Palabra, y sale de ambas el Espíritu que alienta en nosotros la Verdad y es derramado sin medida (Hch. 2, 33) conforme a la profecía de Joel (3, 1-5). La vida es un camino en diálogo con quien, por ser la Verdad misma, nos habla las mismas palabras que el Padre le ha ordenado decir y cómo hablarlas (Jn. 12, 49-50). Su Espíritu nos guiará a la Verdad plena (Jn. 16, 13).
Pentecostés… ¿qué es Pentecostés? La experiencia radical de que la Verdad ha sido entregada a todo hombre que espera escondido en el cenáculo de su limitación más severa: no poder amar. Esta incapacidad se entremete en la urdimbre del tejido de nuestra vida y la apelmaza y espesa.
El Espíritu nos hablará lo que oiga, consagrándonos en la Verdad (Jn. 17, 16-19). Y he aquí lo que el Espíritu dice a las Iglesias:
Que Dios nos amó tanto que cuando íbamos una tarde cariacontecidos y con paso cansino, su enviado Hijo Jesús se acercó a nosotros y nos sopló su misma vida. Tú eres Cleofás, y yo el mellizo del “dídimo” Tomás. ¡Qué suerte hemos tenido! Luego comimos con Él y le comemos a menudo, hecho Pez de eterna bendición.
¡Y suerte sobre suerte!: vueltos al refugio nos encontramos a María, la Madre del Señor. Es más, aquel reducto es verdadero refugio por estar ella allí. Desde entonces hemos aprendido a llamarla “Refugio de pecadores” y “Consuelo de afligidos”. En sus ojos, preciosos ojos de misericordia, brilla la Verdad del Espíritu: “Cristo Jesús ha resucitado y vive en la Iglesia”.
Ella dice: Ven y lo verás.
¿No son doce las horas del día?
Si andas de día, no te extraviarás.
Él es la Luz (Jn. 11, 9; 8, 12).
Es la hora décima (Jn. 1, 39);
o, si lo prefieres, la hora tercia (Hch. 2, 15).
Tienes todo el día por delante.