¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?
¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro?
¿Hasta cuándo he de estar preocupado,
con el corazón apenado todo el día?
¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo?
Mira y respóndeme, Señor Dios mío;
da luz a mis ojos
para que no me duerma en la muerte,
para que no diga mi enemigo: “Le he podido”
ni se alegre mi adversario de mi fracaso.
Porque yo confío en tu misericordia:
alegra mi corazón con tu auxilio,
y cantaré al Señor por el bien que me ha hecho.
“¿Hasta cuándo?”. Hasta cuatro veces el salmista hace esta petición casi a modo de reproche. Son los silencios de Dios. Tus silencios, Señor. Parece por momentos que te escondes, te callas, enmudeces, nos dejas solos en medio de nuestro abatimiento.
Para aquel que ha conocido la dulzura de tu Amor, tu ternura, esos silencios se hacen tan largos, tan profundos….
Tú, Señor, nos pones a prueba, esperando que de nuestro corazón surja un sincero grito de auxilio. Cuatrocientos años estuvo tu pueblo esclavo en Egipto, cuatrocientos años de silencio; y al final tú escuchaste su grito en la aflicción; el grito desesperado de aquel que solo en ti busca su salvación.
Por un momento escondes tu rostro, tu presencia y todo se desvanece, todo carece de sentido. ¿No será que quieres educar nuestra paciencia en medio de la tribulación? Pues “la tribulación engendra paciencia, la paciencia virtud probada, la virtud probada esperanza, y la esperanza no falla” (Rom 5,4).¡ Eso es Señor!, quieres que lleguemos a la esperanza, a esperar confiadamente en ti, en tu venida, tu paso en medio de nuestros sufrimientos, en definitiva en nuestra cruz de cada día.
“¿Hasta cuándo te acordarás Señor de mí?”. Acuérdate Señor que estoy en la angustia, abatido, y sumergido en la soledad a la que me lleva el pecado y no puedo salir si Tú no apareces.
“¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?” El rostro de tu hijo, coronado de espinas, lacerado y golpeado, que me muestra el Amor verdadero, que ha cargado con mis pecados y me ha librado de la muerte. Tu rostro, el más bello de los rostros, que lleva impreso el dolor que yo he causado. ¡Señor no me ocultes tu rostro!
¡no me dejes que te la juego!
Ayúdame Señor porque tengo enemigos que me acosan, que esperan que yo caiga para enorgullecerse. No dejes que se rían, que triunfe el mal. Pero sobre todo líbrame Señor del demonio, el enemigo primordial que desea arrancarme de tu presencia y hacerme caer en la desesperación. Lo sé Señor, soy débil, y puedo destruir en un segundo lo que Tú has hecho en tanto tiempo….
“Mírame y respóndeme Señor Dios mío”. Mírame con la mirada de Cristo. Esa mirada pura y penetrante con la que miró y amó al joven rico entristecido porque tenía muchos bienes. Como miró a la muchedumbre y la vio abatida como ovejas sin pastor. Como miró a Pedro, su amigo, cuando le negó. La mirada que no juzga, que interpela, que te conoce, que te hace descubrir tu pecado y te otorga el don de lágrimas.
Pero sobre todo, mírame como nos miraste en Javier, camino de París en la JMJ de 1997. Mi matrimonio se desmoronaba, una depresión dominaba nuestra vida, nos destruía y nos dejaba sin esperanza. Rezando a tus pies, Tú nos miraste y nos sonreíste.
¡Oh Cristo de la sonrisa! Tú también has experimentado el abandono, la soledad, la angustia y el dolor. Tu mirada serena en el suplicio de la Cruz, tu sonrisa complaciente nos dice: “Padre a tus manos encomiendo mi espíritu”.
En tus manos pongo mi matrimonio, mis proyectos, mis ilusiones, en definitiva mi vida. Y así fue, sólo Tú reconstruiste mi matrimonio, solo Tú hiciste posible vencer la depresión y nos sonreíste con nuestro segundo hijo: Javier. Viéndole a él veo que todo lo puedes, veo tu mirada, veo tu sonrisa llena de paz en medio del sufrimiento, en la agonía de la cruz.
cuanto más lleno de ti, más vacío de mí
“Da luz a mis ojos para que no me duerma en la muerte” La lámpara del cuerpo es el ojo, si tu ojo está sano todo tu cuerpo estará luminoso, pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras (Mt 6, 22-23). Por ello, dame luz, Señor, dame sabiduría, dame discernimiento, para que no viva en las tinieblas, sin ver tu Amor en mi vida. Dame luz para verte con los ojos de la fe, para amar a mi hermano, para amar como Tú me amas.
Si no tengo luz mi vida se oscurece y acabo dormido en el sueño de la muerte y del pecado, viviendo sólo para mí, alienado con las cosas de este mundo, condenado a vivir una vida mezquina, abandonado en la soledad y la frustración.
Despiértame del sueño de la muerte, como hiciste con la hija de Jairo a la que todos creían muerta. Que yo también pueda escuchar tus palabras “Talitá Kum”, para revivir del letargo, del sueño al que me lleva el pecado a causa de mi debilidad.
“Alegra Señor mi corazón con tu auxilio” porque está triste, solo. Tú eres el único con alegría. Devuélveme la alegría de tu salvación, que mi corazón rebose de alegría porque me has sacado del abismo profundo y has dado la espalda a todos mis pecados.
¡Cuántas gracias Señor debo darte! Aunque por un momento te ocultes, siempre estás, todo lo llenas. En tantos momentos difíciles de mi vida, en mi matrimonio, en los problemas con los hijos, en enfermedades, dificultades… Tú siempre has estado, no me has abandonado. Por eso yo “confió en tu misericordia”. Mi vida puede descansar en ti porque Tú eres fiel.
Yo todo lo estropeo, lo empobrezco, lo destruyo. Tú todo lo haces nuevo, todo lo haces bello. Has tenido a bien fijarte en mí, que no soy nada, que nada puedo darte, solo mis pecados, y, con todo, has cargado con ellos, te has hecho esclavo por mí, para que yo sea libre. Has perdido tu honor para que yo recupere mi dignidad perdida. Has descendido para que yo pueda levantarme.
¡Cuántos bienes! ¡Cuántos prodigios en nuestro favor! Por eso Señor no puedo por menos que cantarte y “darte gracias por el bien que me has hecho”.