Las personas necesitamos de la comunicación con otras personas. Sin relación nadie llegaría a ser el que es. El contenido de esta afirmación es especialmente exigente en el ámbito del matrimonio y la familia. Entre los cónyuges, la unión de personas está llamada a la puesta en común de sus respectivas intimidades. La intimidad personal está velada y protegida frente a la mirada de curiosos y extraños. La intimidad sólo se abre a quien se quiere abrir. Pero si no se abre, nada o muy poco hay para compartir. El amor humano demanda esa apertura y esa recepción. Si uno no da, el otro no recibe; si uno no acepta, el otro no da.
El amor humano entre los cónyuges precisa de esta mutua donación-aceptación. La comunicación entre hombre y mujer es la que sostiene la llama del amor que hay entre ellos. Si esa llama se apagara, la pasión daría paso a la indiferencia y el amor se extinguiría.
La comunicación es necesaria para el hombre y la mujer, aunque haya que admitir algunas diferencias entre ellos. Se ha dicho que “cuando el hombre habla, se cansa; por el contrario, cuando la mujer habla, descansa”. No sé qué de cierto habrá en este tópico. Pero, de acuerdo con la experiencia de los terapeutas de pareja, parece que la mujer es más sensible —y también más vulnerable— a esos apagones en la comunicación conyugal.
El hombre, por otra parte, se refugia más en el silencio y el mutismo para expresar su disconformidad en cualquier asunto conyugal. La mujer, en cambio, se expresa, inicia su discurso una y otra vez, porfía, regresa al planteamiento inicial, insiste, contraataca por otra vía, grita, pregunta y vuelve a preguntar aunque su marido no le conteste, y casi nunca se da por vencida. La perseverancia de la mujer por llegar al diálogo sólo es comparable a la tozudez del varón por no abrir la boca.
La incomunicación entre marido y mujer es hoy el cáncer de muchos matrimonios. Cuanto menos hablen entre ellos más denso será el hastío y más interminables las horas, días y meses en que convivan. Si la pasión que hay entre ellos es sustituida por el hastío, la indiferencia hincará sus raíces en esa relación. Cuando todo resulta indiferente, la vida personal pierde su calor y su color y, hastiados como están, la misma relación se desvitaliza: se aproximan rápidamente hacia un final fatal e insoportable.
“El hastío —dice La Rochefoucauld— ha causado más víctimas que la voluptuosidad, más borrachos que la sed y más suicidas que la desesperación”.
El silencio y la incomunicación conyugal
A lo que parece, cuando las palabras adquieren su más denso pálpito de significado, todo marcha —y hasta pinta bien— en las relaciones conyugales. Pero, en ocasiones, a unas palabras suceden otras desleídas, no significativas, meros fonemas guturales que nada dicen ni aportan. O por mejor decir, ni siquiera dicen porque ni se articulan, ni son, ni vibran en el aire. Lo que hay es tan solo la boca muda que nada expresa, a no ser el rictus amargo de su ingrávido silencio.
El silencio es más que una ausencia. Una ausencia, por breve que sea, que duele y puede prolongarse como las nieves polares. El hombre silente se desnaturaliza y deshumaniza. El hombre silente es una persona agostada en la que nada suena ni resuena (vasija rota y torpe, fatalmente quebrada y cegada a cualquier eco). Ni siquiera el más pequeño pálpito de su vivir. El hombre silente es un fantasma, un hombre virtual, un hombre cerrado a la relación, la sombra del sueño de un hombre virtual.
Lo que no se comunica es como si no existiera. Comunicar es compartir. Se comparte cuando hay algo de lo comunicado que nos une. La comunicación une; la incomunicación separa. Lo que separa distancia; la distancia aleja y nos hace extraños los unos a los otros hasta no conocernos ni reconocernos. La incomunicación puede ser tan hermética que impida compartir el más modesto gesto de enfado.
El silencio de la incomunicación es atroz, porque niega cualquier expresión o manifestación de la persona. Durante el silencio, en la relación con el otro no está presente el rostro en el rostro ni el ojo en el ojo. Van quedando tan solo los recuerdos. Pero los recuerdos no tienen rostro ni ojos. Los recuerdos no se olvidan de ellos mismos, pero son incapaces de asentar su blanda mirada en la mirada hambrienta de quien está dispuesto a acoger al otro en su regazo.
El recuerdo, por eso, es demasiado olvidadizo de lo esencial: se olvida de poner el ojo en el ojo. Lo que el recuerdo no olvida, en cambio, son los propios sentimientos, escenas fugaces en sucesión irrefrenable. Pero, eso sí, sin la frescura, tersura y densidad del aquí y ahora del instante.
Las palabras espontáneas, fluidas, articuladas sin esfuerzo y naturales son sustituidas por la escucha impasible e indiferente que, para no decir nada ni hacerse notar, se contenta con andar de puntillas por entre los más pequeños detalles de educación.
Cuando el varón, por alguna extraña circunstancia, se siente forzado a asentir o siquiera sea a participar, deja escapar de tarde en tarde un trasunto de gesto que muere apenas comienza, porque nace ya agónico. Un gesto que muere sin llegar a su fin. Hasta ese extremo llega el esfuerzo de no comunicarse para engañar así al propio silencio y al fin no comunicar nada. A lo que parece, los varones han aprendido a poner por obra aquel viejo adagio medieval que reza: “audi, vide, tace, si vis vivere in pace” (escucha, mira y calla, si quieres vivir en paz).
En la incomunicación de la pareja no hay com(unión) porque no hay (comun)icación. En realidad, lo que no hay es «co». En su lugar está el aislamiento, la soledad, el hablar de sí para sí sin ningún interlocutor, es decir, apenas un fragmento incompleto de un «yo» aislado y demasiado independiente como para ser el propio yo. Se vive entre los otros, pero sin los otros (o con los otros entre paréntesis). Se oyen sus voces en forma de susurro, pero no se atiende al rostro en el que aquellas nacen. Aunque suele pervivir un cierto oír en la distancia —sin escuchar y casi sin oír—, las palabras de los otros llegan quebradas, misteriosamente podridas, vaciadas de cualquier contenido y significado. Son palabras muertas de cadáveres vivos.
El silencio sólo comunica la presencia de una ausencia: la de la palabra. El silencio anuncia el malestar de quien está enfadado y quiere manifestarlo así, haciéndose notar, llamando la atención del otro. El varón silente extiende a cuantos le rodean su rotunda falta de empatía, su indiferencia por todo y por todos. Si él mismo se ha vuelto para sí como lo no interesante, ¿cómo podrán los demás despertar su interés?
La indiferencia, ese sí que es el gran mensaje comunicado por la incomunicación, o tal vez mejor: el mensaje transmitido sin soporte verbal ni gestual alguno, el misterio de los misterios que se hace presente e irrita la piel de quienes le rodean, precisamente por su contumaz incomprensión.
El silencio no se oye, pero lo llena todo. El silencio conyugal es siempre respectivo de los temas que son propios de la intimidad. La comunicación conyugal sigue entonces un curso monótono y rutinario: es el lenguaje formal, normalizado, regulado y sólo referido a los asuntos domésticos. Cuantos más años de matrimonio menos lenguaje, menor densidad en la comunicación. Se habla sí, pero ¿de qué? De que hay que pagar al portero, de que hay que hacer tal gestión en aquel banco, de quién comprará esta semana en el híper las cosas necesarias que faltan, de quién recogerá al niño en el cole…
Pero no se habla de ti y de mí, de nosotros. El varón parece estar persuadido de que “a nadie le perjudica el haber callado, pero sí el haber hablado”. Por eso no hay encuentro hombre-mujer, esposo-esposa, amigo-amiga. No es que todo el lenguaje del otro sea superfluo. A fe mía que también es necesario hablar de estos temas en apariencia irrelevantes. Incluso reconozco que hablar de esos temas es imprescindible. Pero esos temas están acunados en las entrañas de las necesidades menores, de las necesidades menos necesarias, de las necesidades domésticas y, por el momento, en ningún otro lugar.
La otra necesidad vital y voraz de encontrarse dos personas que se necesitan, esa jamás se satisfará ni llegará siquiera a plantearse formalmente. Si mantienen el lenguaje formal, aparte de por su necesidad perentoria y mínima, es porque ya no saben de qué hablar ni cómo hablar entre ellos.
Luego vienen los grande “productores” de la comunicación contemporánea. Me refiero a los tópicos, las estereotipias, los lugares comunes, las modas, los comentarios fútiles, es decir, los “ruidos” que enmascaran el silencio y lo roban y esterilizan en la artificialidad estéril de las palabras vacías, débiles y desesperadas. Son palabras que nada trasportan —porque “nada tienen que decir”— de la nada del hablante a la nada de su destinatario, de quien escucha o se supone que debería escuchar. Los formalismos se tragan todo. Hasta los incipientes y dubitativos “decires” que, siendo en sí mismos irrelevantes, podrían servir, no obstante, como pórtico del inicio de un nuevo intento de comunicación.
Del origen del silencio y del silencio sobre el origen
El origen del silencio entre los cónyuges es tan diverso y complejo como el hondo misterio de la comunicación conyugal. El silencio, también aquí, puede decirse de muchas formas. Hay silencios herméticos que proceden de reprimir un comportamiento agresivo; hay silencios hirientes y despreciativos, con lo que se ningunea al otro; hay silencios que son una mera confesión de la debilidad de quienes no saben, no quieren o no pueden hablar.
Hay silencios de asentimiento y conformidad que dejan el testigo en los labios del único que habla para que tome la iniciativa que desea; hay silencios agoreros que preludian la centelleante llegada de una fulgurante explosión; hay silencios simulados e histriónicos, que se usan como una herramienta estratégica para dejar claro y poner de manifiesto a quién pertenece la última palabra en esa discusión.
Hay silencios lacerantes que atraviesan dolorosamente la intimidad de quienes, estando presentes, se les trata como si estuvieran ausentes; hay silencios que se fingen sordera; hay silencios lastimeros que están demandando la ayuda que no se sienten capaces de suplicar; hay silencios lacónicos, densos, plomizos y melancólicos que contagian su tristeza; hay silencios estereotipados, mutistas y demasiado infantiles como para que alguien se preocupe de ellos.
Pero todo silencio frustra también a quienes están en ese mismo contexto. El silencio es rompedor y torturante incluso para quienes lo escuchan como un lejano y sufrido eco. El silencio sofoca la espontaneidad de quienes tratan de oír una voz que no habla.
El silencio es el más eficaz aguafiestas de la alegría compartida. El silencio bloquea y desnaturaliza la confianza y transforma el diálogo de los contertulios en el susurro y el cuchicheo. El silencio pone a andar de puntillas a las palabras de quienes hablan a su alrededor.
El silencio es el cáncer de la comunicación conyugal, el arma más destructora y mortífera de la relación interpersonal y familiar. El silencio, otras veces, instiga a los gritos de quienes parlotean y quieren así mostrar que están más allá de él, que pasan de él. El silencio es siempre una ficción poderosa y elocuente que hunde su zarpa en el corazón de quienes no se comunican.
El silencio es el secuestro del diálogo que se transforma en monólogo. El silencio desvela la presencia de una ausencia —la palabra—, y la ausencia de una presencia —la persona silente— que físicamente comparece allí, pero que no está allí. Y, sin duda alguna, la incidencia del silencio, en ámbito conyugal, continúa siendo mayoritariamente masculina.
Pero todo silencio —lo acabamos de ver— tiene un origen. Una forma eficaz de superarlo y abrirse a la comunicación es desandar el camino y volver sobre su origen. Mientras no se desvelen sus raíces, hasta que el silencio no estalle y se rompa en comunicación, los problemas seguirán donde estaban. Se trata de hacer un pequeño o gran esfuerzo. Lo que importa es romper de una vez por todas la carcasa blindada donde el silencio se aloja. Un aviso para navegantes (principalmente varones) al borde del naufragio conyugal: ¡Rompan a hablar a como dé lugar! Pues como dice un texto clásico, “en el hombre necio el silencio hace las veces de la sabiduría”.
4 comentarios
Creo que este Tema lo explico Claro y fue de gran AYUDA para mi Ya que en lo personal ESTOY pasando la incomunicacion con mi pareja, y este articulo me ha ayudado a en tender y a resolver mi situacion. Gracias.
Gracias por el aporte. Buscaba algo sobre el silencio en la relación y el artículo me parece bien logrado, bellamente escrito, y argumentado de forma lógica. No quise guardar silencio, pues creo que cuando algo aporta a nuestra vida se deben dar las gracias.
Agradezco tus palabras, y tu colaboración para conocer más que nos pasa y que tanto nos duele
Gracias de corazón por no quedarte en silencio 🙂
Saludos
Cuanta palabra elaborada para producir un gran ensanchamiento del ego gigante que la produjo. Imagino que después de leer esto sientes que has dicho una gran verdad universal, porque todo ególatra tiene una sola visión que todos deben compartir para no caer en la ignorancia. No digo que te equivocas, pero si bajaras un poquito del trono, verías mejor. Salu2