Algunos acusan al cristianismo en general y a la Iglesia católica en particular, de impositiva y fundamentalista por la pretensión de querer imponer la verdad (su verdad). Esto podría resultar cierto en el Islam, puesto que el Islam predica la voluntad de Alá que se traduce en la ley islámica; o también podría suceder en el laicismo de Estado; pero es equívoco cuando se trata del cristianismo.
En el caso del Islam, la ley sí que se impone; y, en el caso del laicismo de Estado, al no aceptar ninguna verdad, ha de prevalecer obligatoriamente la opinión de la mayoría, a fin de que el orden social no se convierta en un caos en el que cada cual haga lo que crea conveniente. Entonces< la opinión de la mayoría se transforma en ley. En este sentido podemos decir que estos sistemas sí son fundamentalistas, dictatoriales e impositivos.
Pero no sucede así en el cristianismo, porque la verdad que proclama es Cristo, y Cristo es la manifestación del ser de Dios, y Dios es amor, y el amor, por su propia naturaleza, no se impone, sino que se ofrece gratuitamente en la libertad, y se acoge o rechaza en la libertad.
Por eso, Dios no fuerza al hombre y, aunque éste haya rechazado su oferta de comunión, no lo ha castigado ni obligado, sino que lo ha dejado en su libertad, a pesar de que el ser humano con esta libertad haga el mal. Así, cuando Cristo ha mostrado el amor del Padre, no ha forzado a nadie a creer en Él, como le insinuaba el diablo a fin de que impusiera su voluntad a fuerza de milagros. Antes al contrario, ha proclamado la verdad y ha aceptado ser incomprendido, acusado, calumniado, rechazado, condenado y ajusticiado. Lo cual no quiere decir que sea superfluo el aceptar o rechazar su amor, ya que esta elección conlleva a la vida o a la muerte.
la fe no se impone, se propone
La Iglesia, por tanto, no es impositiva cuando proclama la verdad del Evangelio y sus consecuencias morales; por ello, si alguna vez en la historia pasada lo ha hecho, ha sido infiel a su propia condición.
La Iglesia, como su Maestro, propone al hombre la salvación, y lo hace a tiempo y a destiempo, obedeciendo a Dios antes que a los hombres, dando gratis lo que gratis ha recibido; y, como Cristo, llora ante el mundo que se muestra renuente a acoger la Palabra de salvación, porque sabe que este rechazo, como el de Jerusalén, lo llevará a su ruina.
La Iglesia tampoco puede empobrecer el Evangelio para hacerlo digerible y aceptable al mundo, porque le estaría engañando y traicionando. La verdadera misericordia no se muestra cuando se rebajan las exigencias de la Verdad, sino cuando se proclama en su integridad, que es la que conduce al hombre a su realización.
La vida del hombre está en amar y donarse, y el don de sí mismo se manifiesta, entre otras cosas, en la aceptación y el perdón al cónyuge; en las dificultades de la convivencia; en la acogida amorosa al hijo que Dios da, dando por él la vida; en la fidelidad y en procurar el bien del cónyuge y de los hijos. Pero todo esto es don de Dios, no esfuerzo humano, ya que el amor humano siempre es limitado, pero con la gracia de Dios podemos crecer hasta la estatura de Cristo.