En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario, no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; os aseguro que ya han recibido su paga.Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará. Cuando recéis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará. Cuando ayunéis, no andéis cabizbajos, como los hipócritas que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (San Mateo 6,1-6.16-18).
COMENTARIO
La vanidad es considerada en numerosas ocasiones como el vicio maestro, una forma de idolatría en la que el hombre rechaza a Dios en favor del mundo. Convierte la vida en una enorme representación teatral, en la que cada uno representa el papel que más le interesa. Lo que importa, en verdad, no es lo que soy sino como los demás me ven. El hombre se mueve en función de la fama, el prestigio y los bienes materiales que puede obtener. La doblez expulsa del corazón del hombre la humildad que se necesita para estar con Dios.
Todo esto impregna al mundo del trabajo, del poder y de la fama. Pero es aún más peligroso para el hombre que la vanidad contamine también su mundo espiritual, porque afecta directamente a su relación con Dios, que es impermeable a un corazón dividido.
En el evangelio de hoy, Jesús, por pura misericordia, se preocupa por todos aquellos que con la bandera de hacer la voluntad de Dios, en el fondo se están buscando a sí mismos y se motivan por intereses terrenales.
El Señor se centra, en esta ocasión, en tres prácticas fundamentales para nuestra conversión y salvación: la limosna, la oración y el ayuno. Nos muestra el espíritu que debe acompañarlas para que produzcan el fruto que Dios desea y se enriquezca nuestra alma. El demonio se afana constantemente por engañarnos y falsear estas virtudes.
No busquemos, dice Jesús, el aplauso del mundo, porque si ese es el premio que deseamos perderemos las gracias que el Señor nos reserva. ¿Vamos a cambiar unas palmadas en la espalda por la vida eterna?
No te esfuerces, dice el Señor, para que los demás admiren tus virtudes, porque estas necesitan un ambiente de intimidad, no mundano. Dios, el único que te salva, siempre está pendiente de ti. Si todo lo haces para gloria de Dios tu lámpara estará llena de aceite y podrás esperar en paz y tranquilo su venida. El demonio intenta hasta el último momento envanecer tu espíritu y es la humildad el arma más eficaz para vencerle, en un mundo dominado por la soberbia de creer que no necesita a Dios. Con humildad, el donarse a los demás multiplica su valor, la oración fluye rápida y segura y el ayuno se convierte en una fuente inagotable de riqueza.
El desapego y la gratuidad total aparecen cuando no se da publicidad a lo que se hace. Dios no nos quiere esclavos del reconocimiento de los demás.
Es bueno examinarnos diariamente para ver si nuestras buenas obras se las ofrecemos a Dios o a nosotros mismos, si buscamos la gloria de Dios o la nuestra. Si pensamos que el dar una limosna es mérito nuestro, pensaremos también que la salvación está en nuestras manos. Si la virtud está en nuestras fuerzas, tendremos derecho a presumir de ella, para que todo el mundo se entere de lo buenos que somos y nos coloque en el lugar que merecemos. Si llegamos a esto, es que ya hemos perdido la humildad y el discernimiento. El demonio habrá ganado una importante batalla.
No nos dice el Señor cuanto tenemos que rezar, cuanta limosna tenemos que dar ni en qué grado debemos ayunar. Lo que nos enseña es cómo hacerlo para que sea de su agrado y revierta a favor nuestro. Lo verdaderamente importante es el amor que ponemos en lo que hacemos.
Es manifiesto que Jesús ánima a sus discípulos a practicar el ayuno, la oración y la limosna. Está fuera de toda duda la necesidad de estas virtudes para la vida espiritual. Pero es significativo que mientras para todos aquellos que las realizan desde la humildad, el Señor les promete vida eterna, a los que se disponen a ellas desde la doblez de corazón, los llama hipócritas y farsantes.
El Señor vuelve a iluminarnos de nuevo el camino de la verdad y lo hace con absoluta firmeza, porque nos ama y le importa que no nos perdamos por senderos de perdición. Que la Palabra de Dios sea en todo momento lámpara para nuestros pasos.