En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso. Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando (San Marcos 6, 1-6).
COMENTARIO
Jesús vuelve a su pueblo, a Nazaret, donde se había criado, donde había vivido treinta años con sus padres José y María. Nazaret entonces era un pueblo muy pequeño donde todos se conocían y eran medio familia, allí vivían, también los primos de Jesús y es normal que al escucharle hablar se sorprendieran de la sabiduría que expresaban sus palabras: JESÚS ES EL HIJO DE DIOS, en él habita la plenitud de la divinidad escondida bajo su condición humana pobre y humilde: ¿Cómo iban a comprender sus paisanos que el carpintero era el HIJO DE DIOS, Dios mismo paseándose por nuestra tierra, acercándose a cada uno de nosotros, hablándonos en nuestro propio idioma? Era muy fuerte para ellos y, el misterio de su Encarnación, sigue siendo aún muy incomprensible para nosotros si no nos es revelado conocerlo por el Espíritu Santo. Solamente Jesús revela al hombre, a todo hombre, el misterio de nuestra condición humana, llamada también, en Él y por Él, a ser divina. Así nos lo recuerda el Concilio Vaticano II: «El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar con muchas tribulaciones contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero asociado al misterio pascual y configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza a la resurrección.
Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual. Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba Padre!» (cf. Gaudium et spes, n. 22).
Esta sabiduría la conoció y vivió en grado heroico Santa Águeda cuya memoria celebramos hoy. Que por su intercesión, el Señor nos conceda hacer nuestra la sabiduría del Carpintero.