Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en la tentación”». (Lc. 11, 1-4)
Con el comienzo del nuevo curso la Iglesia celebra, a principios del mes de octubre, las “témporas de acción de gracias”. Antiguamente se celebraban tres veces al año asociadas a las tres grandes recolecciones de la cultura mediterránea: Verano-trigo; otoño-uva; invierno-aceite. Su finalidad consistía en bendecir y dar gracias a Dios, como recordamos cada día en el ofertorio, por el fruto de la tierra y el trabajo de los hombres.
Hoy los tiempos cambian. La cultura de la globalización no centra sus calendarios según los tiempos agrarios, ni la cultura mediterránea ha de ser el centro de la civilización (aunque nadie hace ascos a la dieta mediterránea, vamos que entre una hamburguesa y un cocido no hay color). Es por ello que Pablo VI dispuso que esta fiesta se adaptase a las circunstancias especiales de cada conferencia episcopal. El caso es que se mantuviese la idea inicial de mantener unos días consagrados a la santificación de las diversas etapas de la vida de los hombres.
La Conferencia Episcopal Española determinó hacer coincidir las antiguas Témporas con el comienzo de las actividades tras el descanso vacacional (quien lo haya podido disfrutar), con la posibilidad de su celebración en uno o tres días. La fecha parece oportuna, coincidiendo con el inicio del curso escolar numerosas comunidades cristianas comienzan nuevos periodos de catequesis, iniciativas pastorales, celebración de envíos de agentes de pastoral, etc.
Otros, ¡qué manía tienen algunos!, tratan de argumentar que eran fiestas de origen pagano que fueron cristianizadas tras la “conversión” del imperio romano. (De ésta no se oye mucho en los medios de comunicación pero, y crucemos los dedos, el día que el corte inglés la descubra…)
No quiero y entrar en debates, sino en una constatación: Las nuevas Témporas pasan desapercibidas en casi todas partes; incluso en la liturgia. De hecho hoy se puede elegir entre el Evangelio propio de la fiesta o el del Tiempo Ordinario. A mí ambos me valen para este comentario. Incluso si lo “ordinario del tiempo” de un cristiano fuese que su vida, su trabajo, su ocio, su descanso, su cotidianeidad fuese una constante “Acción de Gracias” (Eucaristía), probablemente ni sería necesaria esta memoria.
Por ello no quisiera dejar pasar de largo lo que escuchamos en la primera lectura que la liturgia propone para hoy (Dt. 8, 7-18): “Cuando el Señor tu Dios te introduzca en la tierra buena… cuando comas hasta hartarte,… cuando aumenten tu plata y tu oro, y abundes en todo, te vuelvas engreído y te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto… Y no digas: “Por mi fuerza y el poder de mi brazo me he creados estas riquezas…”; o como escuchábamos este domingo por boca de Habacuc:
“El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe”. (Ha. 2,4) El que no es agradecido es inmensamente pobre. Quien no da gracias a Dios es porque, en el fondo, está convencido de que no le debe nada. Y no es que Dios necesite nada de nosotros, como rezamos en el prefacio común IV: “No necesitas nuestra alabanza, es don tuyo que seamos agradecidos; y aunque nuestras bendiciones no aumentan tu gloria, nos aprovechan para nuestra salvación”.