«En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Entonces Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre”. Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún». (Jn 6,52-59)
Este Evangelio de San Juan nos habla de Jesús como pan celestial. Jesús es, en efecto, pan celestial, y lo es de un modo muy especial porque en la Eucaristía nos da su carne y su sangre como alimento para la vida eterna.
Las palabras de Cristo acerca de la comunión de su propia carne y sangre fueron entendidas literalmente por los judíos. San Juan piensa en el Cristo vivo, en la persona histórica de Jesús cuando habla de comer y beber su sangre. Los judíos lo entendieron así y Jesús, al responderles, no corrige la interpretación literal, sino que la confirma, y puede decirse que la hace más escandalosa al emplear en lugar de “comer”, otra expresión más dura que no se puede entender simbólicamente; la de “masticar”. Además, al comer su carne añade el beber su sangre. Esto último tuvo que resultar especialmente escandaloso para los oídos de sus oyentes, ya que a estos les estaba prohibido beber la sangre.
En el texto se nos dice que los judíos “disputaban entre sí”. Suponemos que tal disputa era acerca de la credibilidad de las afirmaciones de Jesús. Y es que para entender y aceptar las palabras de Jesús es necesario desprenderse de todos los criterios mundanos y humanos de valoración y juicio. Solo el que cree en Cristo comprenderá el significado de sus palabras; solo el que piensa como Cristo podrá entender sus palabras, y sobre todo aceptar el modo de su amor. Si no creemos en Cristo nos ocurrirá como a sus oyentes, no soportaremos sus palabras y nos alejaremos de Él. Porque nada resulta más difícil al hombre orgulloso que renunciar a ser él mismo la medida de todo. Incluso cuando es el amor divino el que le sale al paso de un modo que supera a todo lo humano, se aparta de Dios porque no está dispuesto a someterle su pensamiento.
Las palabras de Cristo son incomprensibles e increíbles si vivimos y pensamos dentro de un marco mundano y humano. Para creer en sus palabras debemos creer en Cristo. Porque creer en Cristo significa dar a Dios la razón contra uno mismo, contra los propios conocimientos, deseos, planes y sobre todo, contra la propia pecaminosidad. La fe es, pues, entrega a Cristo, y quien se entrega a Cristo en la fe confiesa que Él es el Salvador, que sin Él nada tiene sentido; confiesa que él es el pecador y que Cristo es el Santo que cura el pecado. En la fe, el hombre se pone al lado de Dios y con Dios se juzga a sí mismo. ¿Se comprende ahora por qué los judíos se resistían a dar credibilidad a las palabras de Jesús?
Creer en las palabras de Jesús presupone creer en Él, que nos ha dicho que no es de la tierra, sino del cielo, y que por eso precisamente sobrepasa todo lo terreno. Solo Él, que tiene poder sobre la naturaleza y sobre su propio cuerpo, puede transformar su carne y sangre y darles una forma de existencia tal, que puedan servirnos de comida y bebida. Los judíos no quisieron reconocer a Cristo poder divino, no quisieron entregarse por la fe al misterio de su ser divino, y por eso rechazaron sus palabras. El mayor obstáculo para la entrega a Dios fue y sigue siendo el querer controlar a Dios y no dejarle ser Dios en nuestras vidas.
Hijas del Amor Misericordioso