«En aquel tiempo, dijo Jesús una parábola; el motivo era que estaba cerca de Jerusalén, y se pensaban que el reino de Dios iba a despuntar de un momento a otro. Dijo, pues: “Un hombre noble se marchó a un país lejano para conseguirse el título de rey, y volver después. Llamó a diez empleados suyos y les repartió diez onzas de oro, diciéndoles: ‘Negociad mientras vuelvo’. Sus conciudadanos, que lo aborrecían, enviaron tras él una embajada para informar: ‘No queremos que él sea nuestro rey’. Cuando volvió con el título real, mandó llamar a los empleados a quienes había dado el dinero, para enterarse de lo que había ganado cada uno. El primero se presentó y dijo: ‘Señor, tu onza ha producido diez’. Él le contestó: ‘Muy bien, eres un empleado cumplidor; como has sido fiel en una minucia, tendrás autoridad sobre diez ciudades’. El segundo llegó y dijo: ‘Tu onza, señor, ha producido cinco’. A ese le dijo también: ‘Pues toma tú el mando de cinco ciudades’. El otro llegó y dijo: ‘Señor, aquí está tu onza; la he tenido guardada en el pañuelo; te tenía miedo, porque eres hombre exigente, que reclamas lo que no prestas y siegas lo que no siembras’. Él le contestó: ‘Por tu boca te condeno, empleado holgazán. ¿Con que sabías que soy exigente, que reclamo lo que no presto y siego lo que no siembro? Pues, ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Al volver yo, lo habría cobrado con los intereses’. Entonces dijo a los presentes: ‘Quitadle a este la onza y dádsela al que tiene diez’. Le replicaron: ‘Señor, si ya tiene diez onzas’. Os digo: ‘Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene’. Y a esos enemigos míos, que no me querían por rey, traedlos acá y degolladlos en mi presencia”. Dicho esto, echó a andar delante de ellos, subiendo hacia Jerusalén». (Lc 19,11-28)
Nos encontramos ya en los últimos días del Tiempo Ordinario (penúltima semana), y la liturgia de la Iglesia parece que se va contagiando de la escatología propia del Tiempo de Adviento. De hecho, hace siglos, distintos ritos litúrgicos, entre ellos el Rito Romano, establecían seis semanas para el Adviento. Más tarde quedaron reducidas a cuatro, como actualmente.
Hoy se nos presenta esta parábola en la que S. Lucas presenta esa connotación de espera, propia del Adviento. Así es narrada por el evangelista la razón por la que Jesús cuenta esta parábola, porque la gente pensaba que la llegada del Reino de Dios era inminente. Y además estaban ya cerca de Jerusalén, donde todo el pueblo esperaba que fuera coronado el Mesías como rey, al igual que había ocurrido con todos los reyes de Israel desde David.
Encontramos a unos siervos que esperan a un noble, que viaja lejos para conseguir el título de rey. Es ésta una posible alusión de Jesús a Herodes Arquelao en su viaje a Roma para recibir dicho título del mismo emperador. Y ello, muy a pesar de la voluntad del pueblo, que lo odiaba por las muchas muestras de crueldad y despotismo, según relata la propia parábola en su introducción y desenlace. De hecho, históricamente es cierto que al volver de Roma convertido en rey, Arquelao mandó degollar a su opositores.
Este es el contexto histórico. Y en este contexto Jesús aprovecha para hablar de cómo es el Reino de Dios, dejando como en penumbra cómo será su propio Reino, que es el mismo.
Algunos de sus discípulos esperaban prebendas y privilegios en este reino, como aparece en otro pasaje la pretensión de la madre de los hijos de Zebedeo de que Jesús pusiera en su reino a uno a su derecha y a otro a su izquierda. A esto Jesús responde a esa mujer, y a los Doce, que quien quisiera ser el primero se hiciera siervo de todos. O también, estando clavado en la cruz, uno de los malhechores le pide que se acuerde de él cuando esté en su reino. Por su arrepentimiento y humildad, y siendo consciente de que era justo lo que estaban padeciendo ellos y de la inocencia de Jesús, este le promete estar con Él ese mismo día, en el Paraíso (Reino de Dios).
Salvadas las diferencias sobre la crueldad y situación de Arquelao y la situación de Israel en ese momento histórico, Jesús hace una comparación subrayando ciertas semejanzas, todo ello en un lenguaje mesiánico en el que se encuadra a sí mismo.
También Jesús va a hacer un «largo viaje» tras su muerte, resurrección y ascensión. Va a ser coronado Rey y va a tomar posesión de su Reino (el próximo domingo la Iglesia celebra la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo). Antes de partir, reúne a los suyos (siervos) y les encomienda una misión importante, negociar con astucia y valentía los dones y gracias recibidas y hacerlas crecer. No es relevante la cantidad recibida, lo importante son los frutos conseguidos. A los que negocian y producen ganancia les llama «siervos buenos» y les pone al frente de otros bienes superiores con autoridad para administrarlos. Al que no ha querido negociar, por cobardía, le llama «siervo holgazán» y le quita incluso lo que previamente le había confiado, añadiéndoselo a aquél que mejor había negociado.
Es esta una buena oportunidad para tomar conciencia sobre lo que hacemos en nuestra vida con los muchísimos dones que constantemente recibimos de Dios. Pero sobre todo, ¿qué hacemos con la gracia de Dios, con el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones? ¿Qué hacemos con el perdón que Dios nos otorga cada día, con su misericordia hacia nosotros, con su paciencia, con su atención y solicitud constante a todo lo que necesitamos de Él y le pedimos?
¿Negociamos con valentía y diligencia, poniendo todo lo recibido por Dios al servicio de los demás, tratándolos como Dios hace con nosotros? ¿Perdonamos a los hombres como Dios nos perdona a nosotros? ¿Les juzgamos y condenamos, cuando Dios no nos juzga ni condena? ¿Tenemos misericordia, como Dios la tiene con nosotros? ¿Prestamos a quien nos pide algo, sin volverle la espalda, y si lo hacemos, no se lo reclamamos? ¿Somos pacientes, bondadosos, amables, comprensivos, respetuosos con la libertad de los demás, como Dios lo es con nosotros? ¿Damos gratis lo que hemos recibido gratis?
O, por el contrario, ¿nos guardamos todo esto para nosotros mismos, como aquel siervo cobarde, holgazán y desagradecido? Porque, si obramos así, aún lo poco que tenemos se nos quitará.
¿Qué hacemos con la fe? ¿Qué hacemos con este tesoro inmenso que hemos recibido completamente gratis y sin ningún mérito por nuestra parte? La fe es expansiva, se comunica, se comparte, se anuncia, se regala. Como aquella mujer que encuentra la moneda perdida, por la alegría de haberla encontrado, llama a las amigas y vecinas y les hace participes de su alegría (cfr. Lc 15, 9).
Hemos recibido muchas gracias de parte de Dios. La mayor de ellas ha sido conocerle a Él mismo, hecho hombre, en su Hijo Jesucristo. Esta es la Noticia, la Buena Noticia, la alegría que el mundo necesita conocer. Esto es el Evangelio. Y, como dice S. Pablo: «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, ¿cuál es mi recompensa? Anunciar el Evangelio entregándolo gratuitamente, renunciando al derecho que me confiere el Evangelio» (1 Co, 9, 16-18).
Ángel Olías