«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: “Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!”. Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: «Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”. Pero las sensatas contestaron: «Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”. Pero él respondió: «Os lo aseguro: no os conozco”. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora”». (Mt 25,1-13)
Según la Real Academia de la Lengua la palabra «alcuza» proviene del arameo. De modo que posiblemente Jesús pudo pronunciar en su lengua materna algo parecido a nuestra palabra «alcuza», al proponer esta parábola.
En haberse provisto de alcuzas con aceite estriba la diferencia en la «elección». Aunque la calidad entre los dos grupos de doncellas podría entenderse confusa y con un final desproporcionado.
El categórico: «No os conozco» suena muy duro para unas muchachas que, aparentemente, eran iguales. Las diez eran vírgenes (tenían la misma preparación remota), las diez tenían lámparas para la acogida, las diez estaban predispuestas y las diez se amodorraron y se durmieron. Cualquiera diría que la somnolencia desdibujó la diferencia entre las prudentes y las necias. A la postre todas se durmieron.
Es más. Incluso se puede maliciar que el consejo que las prudentes dieron a las necias (desprevenidas o fatuas, se les llama en alguna traducción) no fue muy sensato, porque justo cuando ponían por obra el consejo recibido —ir a donde venden aceite— se presentó el Esposo.
En realidad, Jesús no nos aclara qué hubiera hecho el Esposo si hubiera encontrado a cinco con las lámparas agotadas. El problema es que, al ir a proveerse, se perdieron la llegada. Tal vez el Esposo se hubiera apiadado de aquellas «desprevenidas» y las hubiera entrado consigo. Pero, para cuando volvieron con aceite, la puerta se había cerrado. Ahí vino, pese a los ruegos insistentes, el «No os conozco». Pero conviene recordar que, sin reclamar las lámparas, hubo un grito —un aviso— previo: «¡Salid a su encuentro!». Tal vez sea pertinente recordar que a los apóstoles más próximos también se les apoderó el sueño en Getsemaní. Y el Señor, aun contristado, no los repudió.
De modo que las necias incurrieron en tres torpezas concatenadas: primero, no tomaron sus alcuzas. Segundo, desconcertadas, abandonaron el puesto de guardia (pensando que lo importante era el aceite y no la alerta —en mitad de la noche— de que Él viene). Y, finalmente, no estuvieron a la puerta cuando llegó el Novio. Su mal entendida «confianza en el tiempo» resultó fatal. La puerta «se cerró».
Por el contrario, las prudentes, que no demostraron ser de otra condición ni estar más vigilantes, obtuvieron la entrada al banquete de bodas. ¿Por qué? Sugiero tres diferencias muy sencillas.
Primero, contaron con la tardanza. El novio puede venir cuando quiera y, desde luego, puede tardar. Ahí es clave la «alcuza», un recipiente específico que se usa para guardar el aceite desde la más remota antigüedad. Dado que el Esposo se presentará en la vigilia que elija, lo sensato es tener reserva de aceite (no basta una vela=vigilia). Ante el Santísimo el aceite —la espera— no puede acabarse nunca. Es ley perpetua para Israel (Lev 24,2-3) y para la Iglesia. No haber procurado esa continuidad de la luz, equivale a esperar a otro, a alguien que no es Dios. Otra alcuza que se agotaba, la de la viuda de Sarepta, siempre manó aceite por la mera obediencia a Elías.
Segundo. No compartieron su prez. El encuentro con el Esposo es algo personalísimo, intransferible. Preservaron su aceite, su luz, su Fe. Es más importante el Amado que viene, que atenerse a un cierto compañerismo que arriesga y desluce el encuentro. «Por eso te aman las doncellas» (Ct 1,2). En realidad, comprar aceite es salirse de la tierra prometida donde, sin necesidad de regar como en Egipto pero amando y sirviendo al Señor, la tierra generosamente da trigo, vino y aceite (Dt 11-14).
Tercero. Hicieron caso al «precursor». Cuando en la media noche se oyó la voz que clama, se sacudieron la modorra, aderezaron sus lámparas y salieron al encuentro del Esposo. La conclusión de Jesús disipa toda duda.»Velad pues, porque no sabéis ni el día ni la hora».
Cuando esto se escucha volviendo del cementerio tras enterrar a un amigo o después de unas horas en un servicio de urgencias de un hospital, la palabra de advertencia suena con una densidad especial. Pero es la verdad; no sabemos ni el día ni la hora. Solo nos queda velar, que es una incomodidad si en el fondo no se espera nada. Pero la vigilia es júbilo —una de las propiedades bíblicas del aceite— si lo que se aguarda es lo definitivo; al Esposo y a las bodas del Cordero.
Esta palabra es para mí. «¡Señor, enséñame a calcular mis días para que adquiera un corazón prudente!» (Sal 90,12).
Francisco Jiménez Ambel