«En aquel tiempo, algunos de los escribas y fariseos dijeron a Jesús: “Maestro, queremos ver un signo tuyo”. Él les contestó: “Esta generación perversa y adúltera exige un signo; pero no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo; pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra. Cuando juzguen a esta generación, los hombres de Nínive se alzarán y harán que la condenen, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás. Cuando juzguen a esta generación, la reina del Sur se levantará y hará que la condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra, para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón”». (Mt 12,38-42)
Jesús ya había dado signos más que suficientes de la veracidad de su procedencia divina, por ejemplo (sin salirnos del evangelio de San Mateo), su bautismo en el Jordán (la Paloma que se posa sobre Él —a diferencia del «espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas» [Gén 1,2] al principio de la creación—), en las tentaciones en el desierto, y principalmente en el Sermón de la Montaña, donde Jesús «se sentó» (Mt 5,1) —a diferencia de la acritud de Moisés en el Sinaí, con la nueva autoridad de Jesús («Habéis oído que se dijo…, pero Yo os digo»: caps. 5, 6 y 7). Luego, San Mateo dedica los capítulos 8, 9 y 10 a relatarnos ocho milagros (ocho porque, además de los siete días de la creación, hay un octavo día, el de la Resurrección de Jesús), y siguen otros tres capítulos (11, 12 y 13) para exponer el misterio de Reino, haciéndonoslo más comprensible por medio del recurso literario-pedagógico de las parábolas. Este es el contexto en el que nos encontramos hoy, con una nueva oposición —y digo «nueva» porque ya había habido varias— por parte de algunos escribas y fariseos que piden que Jesús dé signos claros de su origen divino.
- ¡Cuánto le costó y cuesta al pueblo hebreo reconocer esta transcendente y consoladora verdad de Jesús de Nazaret enviado de Dios Padre!, pues Él era la Verdad desechada que hizo llorar a Jesús (ver siempre Mt 23,37ss). En el Antiguo Testamento abundan las referencias a Israel como pueblo de «dura cerviz» (Éx 32 y 33; Dt 9, 13-14, etc.). ¿A quién se referiría el Cantor de Israel cuando, hablando de la grandeza del verdadero Dios, profetizaba aquello de «Tienen ojos y no ven; tienen orejas y no oyen» (Sal 115,5), que luego volvería a repetir textualmente en el salmo 135,16?, porque Jesús no solo había demostrado que venía de parte de Dios y que «no expulsaba los demonios con el poder del jefe de los demonios» (9,34 y 12,22ss), sino que, además, era Dios, ya que solo Dios puede perdonar los pecados y Él los había perdonado significándolo con la curación instantánea del paralítico (cap. 9,1ss). ¡Con cuánto dolor hubo de apostrofar a aquellos escribas y fariseos, lamentándose repetidas veces por su ceguera! (ver cap. 23: «¡Ay de vosotros, guías ciegos!», porque no hay mayor ciego que el que, hipócritamente, se tapa los ojos para no ver).
- En cierto sentido me apena que hasta el mismo Jesús se compare con Jonás y Salomón: con el primero, porque fue un profeta que tuvo sus momentos recalcitrantes (¿y qué profeta no?) y, con el segundo, porque no fue precisamente un modelo de virtudes. Como verdadero hombre puede hacerlo y, de hecho, lo hace, salvaguardando sin embargo la enorme distancia que hay entre Él y aquellos dos, pues Él mismo les declara a sus oyentes que es mucho más que Jonás y que Salomón, más que todos los Jonases y Salomones de todo el mundo y de toda la historia: un Profeta infinitamente dócil a la Palabra del Padre, que lo envía al mundo, con el atributo personal de una realeza incomparablemente superior a la de aquella dinastía davídica: «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap 19,16). Pero no, no son estas prebendas divinas las que Jesús quiere presentar a sus inquisidores oyentes, pues incluso hasta los paganos ya se encargarían de calificarlo en la cruz como «Rey de los judíos» (27,37), como unas horas antes Él mismo lo reconocería sin ambages en el interrogatorio de Poncio Pilato (Jn 18,37).
- A los escribas y fariseos que le piden un signo, Jesús les remite al prodigio narrado en el Antiguo Testamento: ¿Queréis un signo? Pues tendréis el signo profético de Jonás: También «tres días y tres noches estará el hijo del hombre en el seno de la tierra» (Mt 12,40). A este punto los quiere llevar Jesús: Al tercer día Yo resucitaré de entre los muertos, porque «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). Os estoy ofreciendo la posibilidad de creer en mí, de salir del pozo de vuestra hipocresía, de quitaros la venda de los ojos y acercaos a la Luz, que soy yo: «Yo soy la Luz del mundo» (Jn 8,12), que está en las tinieblas: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dio. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
- Hay, pues, aquí una potentísima llamada a la conversión, tan potente como suave, nunca mayor que la poderosa y seductora llamada del mundo de las tinieblas y de su príncipe. Pero no nos equivoquemos lanzando balones fuera, como si la Voz de Dios fuera destinada solo a aquellos escribas y fariseos o dedicadas a ese mundo de nueva gnosis y sincretismo religioso que nos rodea: «No os dejéis arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas» (Heb 13,9). Me encanta aquella respuesta de la Madre Teresa de Calcuta al periodista que le presentaba lo mal que estaba el mundo: Si se convierte Usted y yo, el mundo estará algo mejor. Si te conviertes tú, amigo lector y yo también —¡ay de mí, que trato de hacerlo casi todos los días y no sé si lo consigo…!—, ya somos dos, y el mundo irá mejor. Seguro. Yo, por mi parte, estoy harto de ídolos que me fabrico con los siete pecados capitales y quiero querer cada mañana, cuando pongo el pie en el suelo, confesar que Jesús es Verdadero Dios y Hombre, que ha muerto y resucitado para nuestra salvación: Te adoro, Dios mío, te doy gracias por haberme creado, hecho cristiano y conservado la vida. Desde ese primer momento del día, renuncio a ti, Satanás, y me adhiero a Jesucristo, vivo y resucitado, porque solo Él «es el mismo ayer y hoy y siempre» (Heb 13,8).
Jesús Esteban Barranco