«En aquel tiempo, los discípulos iban subiendo camino de Jerusalén, y Jesús se les adelantaba; los discípulos se extrañaban, y los que seguían iban asustados. Él tomó aparte otra vez a los Doce y se puso a decirles lo que le iba a suceder: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; y a los tres días resucitará”. Se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: “Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir”. Les preguntó:”¿Qué queréis que haga por vosotros?”. Contestaron: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Jesús replicó: “No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?”. Contestaron: “Lo somos”. Jesús les dijo: “El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mi concederlo; está ya reservado”. Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”». (Mc 10,32-45)
Jesús iba delante. Con paso firme se ponía el primero en la marcha. Detrás, los discípulos, asombrados por la decisión con la que el Maestro se dirigía a Jerusalén. Más atrás, la gente, temerosa, con miedo, porque veían que este que había hecho curaciones, que había expulsado demonios, que había dado de comer a más de cinco mil hombres, este que había llamado “hipócritas” a los fariseos y a los maestros de la ley se estaba adentrando en un lugar cuanto menos, peligroso. Y es en este momento, cuando Jesús vuelve a decirles a sus discípulos, por tercera vez, que el Hijo del hombre será azotado, humillado, y que al tercer día resucitará.
Pero ellos siguen en sus cosas. No acaban de asimilar el verdadero contenido de este anuncio asombroso. Y vuelven a echar balones fuera. Santiago y Juan le piden un lugar privilegiado, a su derecha e izquierda. Como hago yo y haces tú. A mí, en el fondo, me encanta ser cristiana siempre y cuando todo vaya bien, siempre y cuando lo tenga todo controlado, mi marido que me quiera, mis hijos que obedezcan y estudien, mis amigos y compañeros de trabajo que me consideren… en ese contexto, ser cristiano es “estupendo”. Recibes palmaditas en la espalda y todo es color de rosa. ¿Pero qué sucede cuando te sale un hijo díscolo, cuando tu marido bebe, o tu mujer se va con otro? ¿Qué pasa cuando llega la enfermedad o la muerte de un hijo? ¿Soy capaz de beber el cáliz que bebió Jesucristo por mí? ¿Puedo abrazar la cruz que Él abrazó por mí? Este es el punto.
Con la fuerza del Espíritu Santo, sí. Sí seré capaz, y sí seremos capaces de caminar por la misma senda que caminó Cristo Jesús… Caminó hacia Jerusalén, caminó hacia la cruz, pero no olvidemos que Él no se quedó en la cruz. Pasó por ella, pero fue alzado de ella. Resucitó. Esto que no se nos olvide.
Podemos tener una cruz enorme, pero nuestra esperanza está en la piedra corrida y la tumba vacía. A veces el maligno nos engaña con el hecho de que no vamos a poder salir de eso que nos está haciendo trizas, de esa situación familiar, o de esa historia de muerte óntica, pero no es así. El Señor descorrió la piedra. Y esta es nuestra esperanza también para nuestra vida diaria.
Y hay un último punto, fundamental, en este combate de la fe que todos realizamos cada día: la clave está en ser humilde, en bajar la cabeza, en elegir el último lugar. Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos. Para vencer al maligno, para que tú cruz y la mía sea gloriosa, hay que inclinar la cabeza. Mirar a María, la sierva de Dios. Esa es la actitud con la que tengo que afrontar este día, mirar hoy mi cruz, y decirte: “Señor, hágase en mí, como tú quieras. No se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Victoria Luque