En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer a su casa. Él entró y se puso a la mesa.
Como el fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer, el Señor le dijo: «Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo.» Lucas (11,37-41)
Lo hemos leído y oído muchas veces en el relato evangélico, los judíos tenían mezclados con los preceptos religiosos, gran cantidad de prescripciones de limpieza e higiene y cuidado de su aspecto, incluso como señal de estatus social, que, los fariseos, cumplían estrictamente.
Esta vez Jesús se muestra especialmente severo, ya que, con el reproche recibido, pretenden rebajarle a un puesto de no observante de la ley.
Bien están el orden y la limpieza para la mejor convivencia y la salud de las personas, y no puede uno imaginar al hijo de Dios, suma perfección y belleza humanas, desaliñado y sucio. Lo que indigna al Señor es la prostitución de la escala de valores, colocando estas virtudes humanas por encima de los mandatos de Dios: la misericordia y el buen comportamiento con el prójimo, al que nos manda amar como a nosotros mismos.
La altanería, el orgullo no dejan escarbar dentro, apartando hojarasca para llegar al conocimiento de nuestro yo.
Según la ley de Dios, de la que pretendemos ser fieles seguidores, el primer puesto en nuestra escala de valores debería ocuparlo Dios, amándole sobre todas las cosas. Y ¿quién puede decir que cumple este primer mandamiento? Supongo que los santos. Lo intentamos, pero el ajetreo de la vida nos arrastra y caemos a veces en esas pequeñas idolatrías.
El otro mandamiento, que resume todos los demás , es este amor al prójimo del que hoy nos habla el evangelista Lucas.
Jesús les reprocha otras muchos pecados “robos y maldades” que anidan en su interior, lo que no se ve, y también debe estar limpio y ordenado.
Para quedar bien, para demostrar nuestra valía y recibir la aprobación o el halago, incluso para quedar por encima del otro, cuidamos lo externo en demasía, muchas veces con descuido de nuestra debida actitud compasiva hacia el hermano.
Dios nos hizo por dentro y por fuera, dice Jesús, nos ama como humanos y no hay que ser descuidado, sucio, ni con repugnante presencia. Se cuenta de San Juan de la Cruz que en el reparto de hábitos escogía los más usados, con gran humildad, pero se mostraba siempre limpio y aseado, como correspondía a su dignidad de fraile.
Lo que nos queda claro en este pasaje del evangelio de san Lucas, es lo importante de las prioridades, en nuestras actuaciones; en la parábola del buen samaritano que hemos leído hace unos días, el sacerdote y el levita ponen su deber religioso por encima del de asistencia al hermano, y eso es lo que Jesús les reprocha, como aquí lo hace con el fariseo.
Ponemos casi siempre en el primer puesto nuestro yo: nuestras necesidades, nuestras costumbres y hasta nuestras pequeñas filias y fobias, para disculparnos de no cumplir con el deber de la caridad. Esa persona indigente huele mal, da asco, o miedo, o resulta antipático, bebe mucho, se droga, es maleducado y borde… y con el cercano, familiar o vecino recurrimos a otras consabidas frases: “en realidad qué obligación tengo yo”, “está sola por su mal carácter”, “tendrá algún familiar”, “yo qué sé en qué se lo gastará”…
Claro, si esa” limosna de lo de dentro”, que nos dice Jesús, fuera sólo dar unos euros, a las asociaciones benéficas a través de la cuenta bancaria, cumplir sería muy fácil; pero me temo que hay mucha más exigencia en ese dar “de lo de dentro”, de donde cuesta, de donde duele.
Dar al otro lo que conforma tu “yo”: el tiempo, la comprensión, la sonrisa, la escucha, la ternura y sobre todo la tolerancia con sus ideas, su raza, su religón, sus defectos …
Es preciso ensayar y ensayar, hasta que el corazón se ablande.