Tanto el aborto como la eutanasia, es decir, la “cultura de la muerte” que tantos practican impulsados por leyes injustas, son un síntoma de la frustración, de la desesperanza y de lo poco que se valora la vida, porque, como decía Albert Camus, “el hombre muere y no es feliz”.
No es feliz porque ha perdido sus raíces, sus valores, su fe en un Dios amoroso y providente que cuida del hombre. Lejos de nuestro Creador, el hombre es infeliz, vive angustiado, aunque a veces lo quiera ocultar con el ajetreo no sólo del placer, sino hasta del excesivo trabajo, de los viajes, de vivir inmersos en la vorágine, para estar lejos de uno mismo, extraño a sí mismo. Aquí se inscribiría la droga, incluso el terrorismo como vías de evasión, síntomas del ocaso del hombre, de su autodestrucción.
ocupados en desocuparse de las ocupaciones
Por ello se pregunta, ¿vale la pena la vida? ¿Qué sentido tiene engendrar un nuevo ser? Incluso el hombre de nuestro tiempo no sólo evita el traer hijos a un mundo que no le gusta, sino que también se arroga el poder de suprimir aquella vida que ya comienza a latir en el sagrado seno materno. No digamos si es disminuida o enferma.
Se ha destruido también la convivencia familiar. Los esposos casi no tienen tiempo de hablar, de vivir juntos, acuciados por un horario de trabajo excesivo, que también les impide comunicarse con los hijos, escucharlos, jugar con ellos, estar al día en sus pequeños problemas, que a ellos les parecen tan grandes. Así, no se fomenta la confianza, la amistad, ni la afectividad tan necesaria para todo ser humano.
Hoy es más necesario que nunca recuperar nuestro contacto con la naturaleza, con nuestro Dios, con los demás hombres, empezando por los más cercanos, por la propia familia, por los amigos. Hay que recuperar un tiempo de oración y de silencio que nos ayude a encontrar el sentido de la vida, nuestro proyecto vital, para caminar hacia una meta que valga la pena. Si uno es feliz es capaz de transmitir a los otros su optimismo y confianza en la vida, entendiéndola como un gran don que se nos ha dado.
Así sobraría la promiscuidad, el libertinaje sexual, los embarazos no deseados y, por tanto, los abortos, y se entendería la unión entre amor nupcial, sexualidad y procreación. Recuperaría el hombre su identidad y, sobre todo la mujer, que es hoy la parte más débil, aunque se crea liberada. No necesitaría acudir a la llamada “ideología de género”, que lo único que hace es desvirtuar aquello que se nos ha dado por naturaleza, y que es constitutivo de todo ser humano, el ser varón o mujer y, como tal, actuar y vivir.
cuanto más amas, más alto subes
Es necesario un tiempo para el amor, tanto para recibirlo como para darlo. Se observa en nuestra sociedad que se habla mucho de amor pero se ama muy poco. Cada uno actúa con tal egoísmo que excluye la entrega que supone amar. Hoy se trata de poseer al otro más que de amarlo, que supone buscar por encima de todo su bien y su felicidad, y que incluye la exigencia para uno mismo y para el amado.
¿Por qué a los niños, a los hijos, se les consiente todo, se les regala todo, hasta los más mínimos caprichos? Porque no se les ama lo suficiente como para exigirles ser mejores, prosperar en la virtud, enseñarles a ser personas de provecho, lo cual supone esfuerzo y un aprendizaje continuo y, por tanto, dedicación y tiempo. Se malgasta el poco tiempo que dejan los quehaceres profesionales colocándose ante el televisor, en una actitud pasiva y apática, que traga con cualquier clase de contenidos, que generalmente son manifiestamente mejorables…
Porque no se ama, se siente como pesada carga un compromiso para toda la vida, como en el caso del matrimonio. Por eso se prefiere el vivir juntos sin vínculo que los ate, proliferando las llamadas “parejas de hecho”, conocedoras de todos sus derechos pero sin apenas deberes. Este es un claro síntoma de que no han conocido el amor, el amor verdadero, que de suyo es para siempre y que no termina ni con la muerte.
Dice Gabriel Marcel, el existencialista cristiano, que amar es decir “tú no morirás”, porque el amor es más fuerte que la muerte, porque tiene a Dios como fundamento. Hoy se observa una cierta nostalgia del verdadero amor, que incluye al Dios que es Amor. Por eso pesan tanto los compromisos de por vida. Se prefiere vivir en la provisionalidad, en el puro apetecer, en el hoy sí, pero mañana, ¿quién sabe? A eso se le llama libertad, exclusión de vínculos, cuando el amor verdadero exige permanencia y hasta eternidad.
¡oh amor, oh delicias!
En una sociedad de un nihilismo banalizado, que se engaña creyendo que la ausencia de valores es síntoma de libertad, es muy difícil hablar de dignidad personal que reside precisamente en el ser, más que en el tener; en vivir conforme a la verdad, más que en la apariencia o en el puro relativismo; en el amor verdadero más que en el egoísmo y utilitarismo; en la consideración de creatura —de hijo de Dios— más que en la autosuficiencia atea. En una sociedad así tampoco se puede hablar de felicidad ni de esperanza, porque es una sociedad agonizante, que busca y vive inconscientemente la “cultura de la muerte”.
Frente a esta situación hay que hablar, y sobre todo vivir, de la “cultura de la vida”, dejando bien claro que no se puede dar sin ese anhelo primario del hombre que es amar y ser amado, ya que el amor configura y transforma la vida de todo hombre, ya en el sentido de amor como “eros” —el amor pasional—, como en el de “philía“ (amistad), como en el “agapé”, que se refiere al amor desinteresado, oblativo, es decir, a la caridad: amor de Dios al hombre, de éste a Dios y al prójimo.
Si el hombre es imagen y semejanza de Dios, ha de tomar como modelo a la Santísima Trinidad, que es Amor “ad intra” —entre las tres Personas—, que no están aisladas, ni en soledad, sino unidas por el Amor que se desborda “ad extra”, en la Creación del Universo y de su criatura preferida, el hombre. Por eso, cualquier persona que ame y sea amada experimenta algo del amor de Dios. Sólo así puede el hombre vivir en plenitud y contribuir a una sociedad más esperanzada y feliz.