Se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?”. Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: “En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial. ¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Igualmente, no es voluntad de vuestro Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños” (San Mateo 18, 1-5, 10.12-14).
COMENTARIO
Cuando habla Jesús, es Dios quien habla. No es una opinión entre otras muchas, todas dignas – se dice – de igual respeto, que es la manera habitual, el latiguillo, de vaciar de contenido cualquier mensaje firme. Pero aquí hay una advertencia muy seria: “!Cuidado¡
Es muy probable que los sermones de hoy traten por enésima vez sobre la alegría por el hallazgo de la oveja perdida y todo lo demás; puede que suene como siempre un melifluo y confortable ensueño de salvación por la benevolencia de Aquel que se alegra más por los pecadores arrepentidos que por los que se imaginan justos. Otros optarán por glosar la conveniencia de hacerse pequeños, en el sentido de imitar las cualidades, ingenuidad y confianza, que suelen tener los niños, en contraste con la impertinente pregunta de los discípulos sobre quién será el primero en el reino. Todo eso está muy bien. Pero… honestamente pienso que así nos estamos olvidando de lo esencial: que haya niños.
Esta vez las circunstancias sociales y la virulencia de los ataques contra los niños, a mi juicio, hacen la ocasión propicia para tomar en serio la advertencia de Jesús: mucho ojo con despreciar a uno de estos pequeños. El que tenga oídos que oiga:
1.- Es voluntad de vuestro Padre que no se pierda ni uno de estos pequeños.
2.- Sus ángeles están viendo siempre el rostro de mi Padre celestial.
3.- El que acoge a un niño como este en mi nombre a mi me acoge.
Lo que hace Jesús es un canto a la vida, a toda vida, a toda vida humana. Hasta el punto de que Él mismo se identifica con el que acoge un niño “en su nombre”, es decir, en su poder, no en nuestras escuálidas fuerzas.
Acoger la vida es acoger a Jesús, y es la forma de entrar en el reino de los cielos: “Si no os convertís… no entraréis en el reino de los cielos”. La conversión no es un punto de inflexión matemático, ni una pequeña rectificación de rumbo, es una “metanoia”, un cambio de mentalidad; como la del que desde la “mentalidad anti vida” se pasa a la “civilización del amor, la cultura de la vida y la defensa de la dignidad humana”. Es de esa conversión global y general de la que depende nuestra entrada en el reino de los cielos. Podéis amoldaros a la corriente, a la alienación y la increencia, ceder ante el bombardeo mediático, o podéis dar un vuelco a vuestra vida.
Tal vez vuestra voluntad, la obsesión por el primer puesto y vuestra pretensión de destacar, puede cegaros; pero la voluntad de vuestro Padre -sabedlo bien, “vuestro” Padre – es que no se pierda ningún niño. Y esto vale tanto para luchar contra el aborto, como para abominar los infanticidios o para combatir sin tregua los abusos sexuales sobre menores y personas vulnerables.
Y no os engañéis refugiados en las tinieblas. No os hagáis ilusión de que la privacidad y la ocultación, ni el disimulo o la hipocresía, os van a encubrir ni menos aún a redimir, porque los ángeles de “esos” niños están mirando a “mi Padre” continuamente. Es mejor que os sintáis observados, escudriñados, vigilados en lo más íntimo… por ángeles. Ángeles que obedecen sus ordenes a la primera. No debiera, por tanto, extrañaros las cosas que os suceden; mejor que no desatemos la cólera de Dios, no colmemos la medida de nuestros pecados.
Dios ama la vida, la ha hecho Él; no quiere que se pierda ni uno solo. 99 pueden parecer muchas como para diluir y desdramatizar la pérdida de una oveja. Pero no, una sola es más importante que 99. No se puede explicar mejor el designio divino de que no sobra nadie. No somos demasiados. Él se alegra por hallar a un extraviado, por rescatar a un condenado a la muerte segura. (Cf, El versículo final (176) del gran Salmo 119).
Jesús no teorizó. Llamó a un niño y lo puso en medio. Para ahuyentar toda duda o disipar cualquier sofisma, les hace reparar en algo insignificante, en un “…pequeño como este niño” (no da una mascota o en el deshielo de los casquetes polares). Es con un niño con quien se identifica y como les esclarece su inquietud sobre la primacía en el reino de los cielos. Bendecido con la alegría de Jesús es aquel que acoge un niño “en su nombre”.