Para unos ojos incrédulos como los de Pedro, Juan y Santiago, que serían también los nuestros, este pasaje encierra un milagro asombroso. Allí, en un monte alto contemplan al Señor transfigurado, su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz; en palabras de San Lucas, “vieron su gloria”.
Lo que experimentan los tres es una sensación de bienestar que los rebosa y, como les pasa a ellos, nadie que haya experimentado algo parecido ha querido volver a lo cotidiano. Una vez se trasciende lo que estaba oculto tras la realidad, esta ha perdido todo su encanto. Los hombres tocados por esta presencia han cambiado radicalmente de vida y se dice que los que al borde de la muerte han contemplado la luz al final del túnel han expresado lo mismo: una atracción imposible de abandonar.
¡Qué bienestar! ¡Cuánta belleza! Realmente estar así es con mucho lo mejor. Esto es lo que se deduce de las palabras de Pedro: “Hagamos tres tiendas…”. ¡Qué bien se debe sentir uno en el Cielo! Nosotros podemos intuir que el Cielo existe cuando experimentamos el amor a los hermanos, algo que nos está velado a diario porque estamos como encadenados a querernos a nosotros mismos, y, aunque deseamos amar, normalmente no nos es dado el realizarlo. Pero cuando se nos concede, como dice San Juan, pasamos de la muerte a la vida, experimentamos lo que es vivir realmente… “Es como aceite que se vierte sobre el monte Sión”.
Lo enigmático de la escena es que Este que contemplan ahora los discípulos con aspecto glorioso no es otro que Jesús, el que los llamó cuando estaban afanados en sus cosas con las redes, el que nació en Belén y creció en un lugar tan humilde como Nazaret con María y José. Este Jesús que ha subido jadeando como ellos mismos al monte, y ahora está transfigurado es el Verbo. Es el que, en las bellísimas palabras de San Juan, estaba junto a Dios y era Dios mismo, el que existía desde el principio, el que lo hizo todo y sin Él no se hizo nada de cuanto existe. Este se ha hecho ahora carne y ha puesto su morada entre nosotros: momento culminante de la historia, en el que en Cristo se unen el hombre y Dios, la tierra y el Cielo.
La Transfiguración constituye una auténtica Teofanía, que tendrá como testigos a los hombres de hoy representados en Pedro, Santiago y Juan, a toda la historia de la salvación representada en Moisés y Elías, la Ley y los Profetas y también al Padre que, como sucediera en el Bautismo del Jordán, vuelve a señalarle: “Este es mi hijo amado, escuchadlo”. En Cristo se produce una cita histórica entre el pasado, el presente y el futuro, entre los Cielos y la tierra.
Bien mirado, el milagro no está tanto en que Cristo apareciera durante aquellos instantes con ese aspecto glorioso. El milagro realmente está en que Aquel que existía durante toda la eternidad y que era el mismo Dios, asumiera nuestra carne durante los treinta años de su estancia entre nosotros (excepto la duración de aquella Transfiguración). El milagro está en que nuestro Señor, siendo Dios, no retuviera su dignidad, sino que se hiciera hombre, y en que, una vez hecho hombre, se humillara a Sí mismo adoptando la condición de siervo y padeciera hasta la muerte. El milagro está en que lleno de misericordia se hiciera pecado por mí para que mis propios pecados no me apartasen de Él. El milagro está en que se revistiera de mí, con un aspecto como el mío, para que así no tuviera miedo a encontrarme con Él, el Inmortal, la Plenitud de los tiempos. Ese es realmente el milagro, la Transfiguración de Dios en hombre.
Enrique Solana de Quesada
Arquitecto