Hace poco que os escribí y ahora, con el comienzo de la cuaresma que nos llevará al mar de la Pascua —Pascua que nos invita a caminar hacia la Pascua eterna, el océano de Dios—, me atrevo de nuevo a tocar a vuestra puerta, a vuestros corazones para invitarme e invitaros a la “metánoia”.“Convertíos a mí de todo corazón”, dice el profeta Joel (2,12); y en otra parte de la Escritura leemos “Conviérteme tú, Señor, y me convertiré a ti” En el fondo le pedimos a Dios que sea Él el cultivador de nuestro campo, que sea Él quien arranque las malas hierbas que siempre renacen en nuestro interior. Y Él, como buen cultivador, nos coge por la palabra, empleando para ello la única herramienta de que dispone para dominar nuestra libertad rebelde, esta herramienta se llama la cruz: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga (Lc 9,24). Cuando aparece la cruz en nuestra vida, podemos tomar varias posturas: una es palideciendo de miedo; otra enrojeciéndonos de ira contra Dios: “No hay derecho…” de protestar, porque, “si tanto me amas —decimos—, ¿cómo es que permites esto que me está pasando?”, etc. No queremos darnos cuenta de que ahí está presente Jesús, el Maestro. Y ante el crucifijo sólo vemos lo absurdo del sufrimiento. Por esto la sociedad actual quiere hacer desaparecer de la vida pública el signo del crucificado, absurdo para el mundo y locura incluso para muchos que se llaman cristianos, incluyendo entre ellos sacerdotes y religiosos. Y con ello me incluyo a mí mismo, pues yo también huyo apenas aparece la sombra del sufrimiento. Sin embargo, como dicen algunos santos, “en la cruz está la vida, en la cruz mi salvación”. El 28 de diciembre de 2009, fiesta de la Sagrada Familia, se reunieron miles de familia de toda Europa en una plaza céntrica de Madrid para dar testimonio de cómo hay que entender la “familia cristiana”: hombre y mujer que se aman en fidelidad eterna, abiertos a la vida. Fidelidad supone darse y a la vez negarse a sí mismo, sabiendo que cada hijo es fruto del amor mutuo de la pareja y, sobre todo, es don de Dios que se recibe sabiendo que cada hijo quita y a la vez aumenta la libertad de la pareja, los hace más capaces de amar en la dimensión de la cruz. No hay Pascua sin Viernes Santo. Cristo se entrega para que nosotros podamos vivir. ¿A quién se entrega? Se entrega a su Padre, al que más lo ha amado y lo estaba amando. El Padre envía su Pastor (¡su Hijo!) para buscar la oveja perdida y ésta lo mata cruelmente con sus pecados. Y Él, cargando con la oveja perdida, la recupera para la vida eterna. ¡Oh incomparable amor del Padre y del Hijo en el Amor! Cristo resucita para decirnos: “Aquí estoy para recomenzar entre nosotros una nueva historia de amor”. No deja de amar nunca y no se cansa de buscarnos. “Metánoia” significa cambiar de rumbo: huimos de Él porque con Él aparece la cruz. Mirémoslo de frente, abracémonos a la cruz y encontraremos la vida. Donde nos parece muerte nos aparece la vida. Si lo creemos podremos celebrar Pascua con la inmensa alegría de habernos encontrado con ÉL. Con la Pascua se inicia en cada uno de nosotros una nueva vida. ¡Santa Cuaresma y Feliz Pascua para todos y cada uno de nosotros!
Jaime Mestre Koch Seminario Redemptoris Mater (Viena, Austria)