«En aquel tiempo, exclamó Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». (Mt 11,25-30)
Cristo muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: “Por eso fue herido, para que por la herida visible viésemos la herida invisible del amor” (Pio XII, Haurietis Aquas, 24).
Celebramos hoy la Fiesta Solemne del Sagrado Corazón de Jesús, en la que la Iglesia quiere entonar un canto de agradecimiento a Dios en el Corazón de su Hijo, por el amor que ha derramado en el corazón de todos los creyentes, de todos los hombres; porque todos los hombres están llamados al Amor de Dios.
Jesús exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla”. Lo que Jesús nos revela es el misterio del Amor de Dios, y con su Corazón humano lo agradece, en nombre de todos los hombres, a Dios Padre.
Cristo agradece al Padre el designio de mostrar a todos los hombres el amor de Dios, el amor del Creador, del Redentor, del Santificador. El amor de Dios a los hombres, que le llevó a darnos a su Hijo Unigénito para nuestra redención y salvación. Da gracias, Jesucristo, porque en su Persona Divina y en su Corazón humano el hombre descubre el infinito Amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo al recibir el perdón de los pecados, y en la misericordia de Dios, al gozar del amor del padre al hijo arrepentido.
Y este es el misterio más grande y profundo que el hombre encuentra en su caminar sobre la tierra. ¿Cómo es posible que el Creador del Universo, el Todopoderoso, quiera Amar a una criatura como yo, que hoy soy y mañana no existo, y que puedo rechazarlo y pecar contra Él?, nos podemos preguntar.
Unámonos a la acción de gracias de Cristo y la luz de su Amor nos iluminará, como iluminan los ojos sonrientes de una madre el rostro de su hijo pequeño. Y comprenderemos, al ser perdonados.
“La plenitud de Dios se nos revela y se nos da en Cristo, en el amor de Cristo, en el Corazón de Cristo. Porque es el Corazón de Aquel en quien habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col, 2, 9) . Por eso, si se pierde de vista este gran designio de Dios —la corriente de amor instaurada en el mundo por la Encarnación, por la Redención, y por la Pentecostés— no se comprenderán las delicadezas del Corazón del Señor” (San Josemaría).
Agradezcamos con Cristo este derroche de Amor Trinitario que nos manifiesta Su Corazón traspasado en la Cruz, del que manó la corriente de “sangre y agua” y que hace germinar los frutos del amor en los desiertos del corazón de los hombres pecadores.
“Sagrado Corazón de Jesús, en Ti confío”. Tantas veces elevamos nuestro espíritu al Señor con esas palabras que manifiestan el triunfo del amor de Cristo en nuestra alma: Confiamos en Él. La confianza es el triunfo del amor de Dios sobre nuestro pecado. El diablo lucha para que desconfiemos del amor de Dios; así tentó ya a nuestros primeros padres y así nos sigue tentando a nosotros
¿Cómo podemos desconfiar en un Corazón que llora sobre nuestras desgracias? Para que crezca la devoción al Corazón de Jesús, escribió Pío XII: «Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca salían palabras inspiradas en amor ardientísimo». Así, para poner algún ejemplo cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas, exclamó: “Me da compasión esta multitud de gente”; y cuando, a la vista de Jerusalén, su ciudad predilecta, destinada a una fatal ruina por su obstinación en el pecado, exclamó: “Jerusalén. Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados; ¡cuántas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo sus alas, y tú no has querido”. Y nosotros podemos contemplar el rostro del Señor, que se conmueve y llora ante la tumba de su amigo Lázaro, que se emociona ante el llanto de la viuda de Naín, que se goza en la fe del centurión que le ruega por la salud de su criado enfermo.
Palabras y gestos conmovedores de Dios que muere por nosotros, y para que nosotros, contemplando su cuerpo muerto de Amor en la Cruz, calmemos su sed con “una limosna de amor” (San Josemaría).
“Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. ¿Cuándo nos alivia? Cuando somos piadosos con Cristo, cuando le confesamos con arrepentimiento nuestros pecados, cuando le recibimos con amor en la Eucaristía, cuando le servimos atendiendo a los demás. Entonces, el Amor de Cristo germina en nuestro corazón y descubrimos que “El perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades, Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura” (Ps. 102)
“¿Quién no amará un corazón tan herido? —se pregunta San Buenaventura—¿Quién no devolverá amor por amor? ¿Quién no abrazará un Corazón tan puro? Nosotros, que somos de carne, pagaremos amor por amor, abrazaremos a nuestro herido, al que los impíos atravesaron manos y pies, el costado y el Corazón”. Pidamos que se digne ligar nuestro corazón con el vínculo de su amor y herirlo con una lanza, porque es aún duro e impenitente”
¿Cómo devolveremos al Amor un poco de amor? “Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga suave”.
Nuestra Madre Santa María contempla al pie de la Cruz el corazón traspasado de su Hijo. Ella nos enseña que, de verdad, la carga de Cristo es suave y su yugo ligero. Y descubriremos la paz que su Amor nos da, como la descubrió San Agustín en sus inmortales palabras: “Nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Ernesto Juliá Díaz