Es conocida la fábula del elefante, de la que existen distintas versiones. Citemos una de ellas: «Seis hindúes sabios, inclinados al estudio, quisieron saber qué era un elefante. Como eran ciegos, decidieron hacerlo mediante el tacto. El primero en llegar junto al elefante chocó contra su ancho y duro lomo y dijo: “Ya veo, es como una pared…”. El segundo, palpando el colmillo, gritó: “Esto es tan agudo, redondo y liso que el elefante es como una lanza”. El tercero tocó la trompa retorcida y gritó: “¡Dios me libre! El elefante es como una serpiente”. El cuarto extendió su mano hasta la rodilla, palpó y dijo: “Está claro, el elefante, es como un árbol”. El quinto, que casualmente tocó una oreja, exclamó: “Aún el más ciego de los hombres se daría cuenta de que el elefante es como un abanico”. El sexto, quien tocó la oscilante cola acotó: “El elefante es muy parecido a una soga”. Y así, los sabios discutían largo y tendido, cada uno excesivamente terco y violento en su propia opinión y, aunque parcialmente en lo cierto, estaban todos equivocados [1]».
A mi entender, de esta fábula pueden obtenerse algunas enseñanzas. Una de ellas podría ser que cada uno solo capta una parte de la realidad y, a su vez estamos ciegos para otros aspectos de esa realidad. Es la experiencia propia de nuestra condición natural: somos limitados y nos necesitamos unos a otros, nos complementamos.
Si en lugar de la fábula, cada uno de nosotros recordáramos en este momento, por ejemplo, una caricatura de un personaje famoso; sea la del genial Chaplin. Ante esa caricatura, si cada uno expusiera públicamente lo que le sugiere, nos sorprendería, de una parte, la riqueza de lo que captan los demás, y de otra parte, lo parcial de las observaciones realizadas: a unos les recordaría quizás, una película de este formidable director, a otros les parecería simplemente que esa caricatura no es paradigmática ni de su persona ni de su obra, otros…
¿Estamos ciegos ante esa caricatura, son incorrectas nuestras observaciones? Probablemente no, simplemente experimentamos, una vez más, que contamos con una visión parcial tanto ante lo que adviene a nosotros, como lo que buscamos. Esta conclusión tan evidente nos muestra la limitación entitativa que nos acompaña en la vida. Así somos: no tenemos capacidad para todo; nadie sabe todo; y, gozosamente, todo lo vamos sabiendo entre todos. Las auténticas relaciones personales enriquecen a todos. De ahí la acertada expresión “Cuando más doy, más tengo” [2].
la suma de todos
Los dos vocablos clave que constituyen la Bioética son Bio y Ética; pues bien, el término Bio —Biología— tiene una gran riqueza científica, que sigue avanzando constantemente: Medicina predictiva, Farmacia genómica…; al igual que en el caso del elefante, la mayoría seremos ciegos en esas ciencias, y tendremos que seguir fiándonos de los demás e ignorando muchos fundamentos de los nuevos descubrimientos.
Pero mayor riqueza entitativa que la Biología, tiene el otro componente de la Bioética, la Ética, porque de lo que verdaderamente se ocupa —así ha sido considerado en la tradición clásica [3]— es de la felicidad humana; no de una felicidad ideal y utópica, sino de aquella que es palpable, asequible a cada persona.
La vida, en general, se nos presenta bastante imprevisible. Ante situaciones inesperadas, nuevas —bien porque son inauditas, bien porque son comunes pero nuevas para el sujeto que las vive por cualquier circunstancia que se añade—, la Ética debe ayudar a dilucidar cuál es el modo adecuado de acción para lograr la plenitud que anhelamos y a la que estamos llamados. Claramente, no me refiero a la disciplina de Ética como una construcción mental de la que hay y puede haber diversos sistemas, sino a la Ética que no es patrimonio de una teoría sino de la experiencia humana esencial.
Acertadamente ha escrito el Dr. Lorda que la Ética es una facilitadora de la buena existencia humana [4]. El hombre —corporal y espiritual—, con su libertad, es el lugar propio de la Ciencia, también de la Ética y de la Bioética. Centrándonos en la persona, hemos encontrado el domicilio certero de todo argumento. Ahora bien, para garantizar una lectura coherente y una interpretación honesta de la persona es preciso partir de referencias.
Una importante es la ley natural, de la cual surge el sentido relacional de la persona, la libre afirmación de su ser [5], su necesidad de ser plenamente, de apoyar y de apoyarse en los otros, la capacidad para vivir en la amistad —me viene a la memoria la película Toy story III, con aquella expresión: ¡Hay un amigo en mí!—. Esta amistad, para los que tenemos el don de la fe supone nada más y nada menos que saberse amado por Dios de manera única y profunda, fuente inagotable para regalar a nuestro alrededor felicidad [6].