Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino (San Lucas 4, 21-30).
COMENTARIO
Jesús pone en escena la profecía de Jeremías -la primera Lectura-, con persecución y fortaleza incluidas. S. Pablo nos ha dicho cómo es el amor cristiano, por encima de todos los demás carismas, incluso de la fe, que acabará cuando solo haya amor. Jeremías y Pablo creyeron y se entregaron a la Palabra viva
Hay un misterio que subyace en toda la Noticia. Estar delante de Jesús y su Palabra, –entrar en la Iglesia, y participar en los sacramentos–, abre una vía de relación personal con Él que regala conocimiento mutuo y entrega sin engaño interior, porque Dios nos conoce de lejos y de cerca, por dentro y por fuera. En Él nunca hay engaño, ni posibilidad alguna de engañarlo, aunque nos encubramos con nuestras propias justificaciones, todas son transparentes para él, que nos toca la herida, nos abre a la verdad y nos cura, si queremos.
Los paisanos de Jesús lo conocían durante toda su vida nazarena, y ante su primera predicación ya en vida pública y como Señor del hombre, aparentemente aprobaban y se admiraban de las palabras y las obras de Jesús en otros lugares, mientras solo eran como un eco de las Escrituras de Isaías o Jeremías. Pero Él, que penetra corazones, supo enseguida que no creían en Él con su exigencia total de fe. Ser el “hijo de José”, el carpintero, no era en Nazaret una credencial abierta para todo, sino que fue el final de su pasajera admiración. El paisano Yoshúa, el carpintero bueno, requería la fe total de todos en Él, y los provocó con los ejemplos de Elías y Eliseo, en quienes tampoco habían creído sino dos extranjeros, un leproso y una viuda hambrienta. Terminaron en Nazaret las alabanzas, y aunque los argumentos eran hechos conocidos de la historia de Israel, sólo brotó la furia que se alza cuando alguien nos toca lo más íntimo, el corazón donde radican las razones verdaderas del comportamiento, donde existen, o no, la fe y el amor. Si alguien nos dijera públicamente hoy en España que no sabemos amarnos, ni creemos en el Señor más glorioso de nuestra historia, al que generaciones han entregado la vida, nos despeñarían por el gran barranco de los medios hasta hacernos desaparecer.
Nosotros somos aún ‘su pueblo’, y es hora de preguntarse por la salud del lugar íntimo donde vive su verdad, no la apariencia social. Jesús es muy exigente con eso, hasta el punto de sentenciar: “el que quiere a su padre y su madre más que a mí, no es digno de mí”.
Su exigencia de amor es total, como es total el suyo, y la forma en que lo entrega. Es tan fuerte lo que pide, que puede hacernos desear el abandonarlo, echándolo al barranco del olvido. La consecuencia sería como en Nazaret: “Jesús se abrió paso entre ellos y siguió su camino”. Perdieron la ocasión de ser suyos. Él pasa y se va.
El remedio para retenerlo nos lo da hoy S. Lucas: contemplar cómo se está cumpliendo la Escritura, el Evangelio que escuchamos, en nosotros. Aquel día en Nazaret Jesús hizo realidad la Palabra al leerla.
Descubrir su presencia viva de la Palabra de Dios, hoy mismo, en el recuerdo, pensamiento y voluntad, hará que se refleje en la conducta ante los hombres, y creerán conociendo la fe y la acogida de sus signos que siguen siendo las personas enfermas, necesitadas, hambrientas, sean de nuestro pueblo o no, tengan fe o no. Todo hombre es del amor de Dios, como aquel sirio Naamán, o aquella viuda pobre de Sarepta, ambos extranjeros. ¡Y mucho más si son hermanos en la fe! Pero basta que tengan hambre y necesidad de acogida, y serán la prueba de acogida de Cristo en nuestro mundo acomodado, vacío.
Para convertirse y ser de los suyos, quizás no baste con pedir perdón. Se necesita la presencia viva del Señor y no dejarlo pasar de largo. Así podremos mantener un ‘cambio sostenible’, como dicen ahora. La “metanoia”, el cambio de la mente no consiste tan sólo en no pecar y abstenerse de hacer males, a sí mismo o a otros, sino que su esencia está en aferrarse al bien de Jesucristo vivo en todo hombre, obrando en este mundo como Él, haciendo el bien al amparo de la luz de Padre. “Lo que veo hacer al Padre, yo también lo hago”. Es la única forma de superar el egoísmo y llegar a practicar lo bueno. Sin su Luz alumbrando, es imposible para el hombre adámico ni siquiera pensarlo. Entonces el Señor de lo bueno se abrirá paso entre nuestras desidias y perezas siguiendo su camino. S. Pablo insistía: “acuérdate de Jesucristo”, porque sabía que en el recuerdo vivo, Él se queda, informando a su gusto la conducta que manifiesta al Padre. Que así sea nuestro Tiempo Ordinario. Jesús pone en escena la profecía de Jeremías -la primera Lectura-, con persecución y fortaleza incluidas. S. Pablo nos ha dicho cómo es el amor cristiano, por encima de todos los demás carismas, incluso de la fe, que acabará cuando solo haya amor. Jeremías y Pablo creyeron y se entregaron a la Palabra viva.
Hay un misterio que subyace en toda la Noticia. Estar delante de Jesús y su Palabra, –entrar en la Iglesia, y participar en los sacramentos–, abre una vía de relación personal con Él que regala conocimiento mutuo y entrega sin engaño interior, porque Dios nos conoce de lejos y de cerca, por dentro y por fuera. En Él nunca hay engaño, ni posibilidad alguna de engañarlo, aunque nos encubramos con nuestras propias justificaciones, todas son transparentes para él, que nos toca la herida, nos abre a la verdad y nos cura, si queremos.
Los paisanos de Jesús lo conocían durante toda su vida nazarena, y ante su primera predicación ya en vida pública y como Señor del hombre, aparentemente aprobaban y se admiraban de las palabras y las obras de Jesús en otros lugares, mientras solo eran como un eco de las Escrituras de Isaías o Jeremías. Pero Él, que penetra corazones, supo enseguida que no creían en Él con su exigencia total de fe. Ser el “hijo de José”, el carpintero, no era en Nazaret una credencial abierta para todo, sino que fue el final de su pasajera admiración. El paisano Yoshúa, el carpintero bueno, requería la fe total de todos en Él, y los provocó con los ejemplos de Elías y Eliseo, en quienes tampoco habían creído sino dos extranjeros, un leproso y una viuda hambrienta. Terminaron en Nazaret las alabanzas, y aunque los argumentos eran hechos conocidos de la historia de Israel, sólo brotó la furia que se alza cuando alguien nos toca lo más íntimo, el corazón donde radican las razones verdaderas del comportamiento, donde existen, o no, la fe y el amor. Si alguien nos dijera públicamente hoy en España que no sabemos amarnos, ni creemos en el Señor más glorioso de nuestra historia, al que generaciones han entregado la vida, nos despeñarían por el gran barranco de los medios hasta hacernos desaparecer.