7 julio, 2012 Por Manuel Cruz (Análisis Digital)
El llamado bosón de Higgs ha puesto de moda a Dios. Pero ¿qué dicen los ateos a propósito de la demostración de la existencia del famoso bosón, que algún ingenuo científico llamó “partícula de Dios? Pues muy simple: nos hemos empecinado tanto en repetir esa equívoca denominación, que no han dudado en afirmar burlonamente algo que, en cierto modo, resulta razonable a pesar de su irreverencia: que lo descubierto por el CERN es que Dios… es una partícula.
Para la Ciencia, esa partícula es la pieza que faltaba para completar la compleja teoría del llamado “modelo estándar” de la física de partículas, una teoría formulada hace tan solo cuarenta años que no me molesto en describir porque basta con saber que se ocupa de las relaciones e interacciones de las partículas elementales. Faltaba por comprobar que una de esas partículas o “bosones” es la causante de la formación de la materia por lo que casi casi, podríamos decir, en la lógica del descreído que Dios existe… desde que Higgs demostró que gracias a esa partícula que lleva su nombre, las demás partículas elementales se convierten en materia. O sea, que Dios sería solo una partecita, invisible ciertamente, del origen del mundo y que las otras particulitas, que los matemáticos han dado nombres tan originales como “spin”, “quark”, “leptón”, “neutrino”, electrón, moun, etc, con sus correspondientes cargas eléctricas y electromagnéticas (up, down, strange, bottom…) deberían ser, por tanto, otros tantos diocesillos al servicio del indispensable que forma la masa, tal y como ha demostrado ahora el acelerador de partículas que tanto ha entusiasmado a los especialistas de la física subatómica.
Somos a veces tan estúpidos, tan pánfilos, que por el mero hecho de que un científico recuerde la Biblia para denominar algo que nadie había visto nunca, como era este fabuloso bosón que faltaba al modelo estándar, llegamos a entusiasmarnos como si la existencia de Dios dependiera de lo que nos digan los científicos. La ocurrencia, en este caso, fue de Leon Laderman, un premio Nobel de Fisica que se alucinó tanto al estudiar las ecuaciones de su colega Higgs, que no dudó en relacionarlas con el Génesis, donde se describe cómo Dios creó al hombre de barro, es decir, de partículas de polvo… que ya lo era porque había interactuado el bosón que ahora se le adjudica en exclusiva a Dios. ¿Quién había colocado las otras partículas que también hicieron posible el barro? Y, sobre todo, ¿qué partícula intervino para dar nombre y vida, con su alma, su conciencia, su capacidad de razonar, al primer ser humano conocido?
Otros científicos no han tardado en arrojar un jarro de agua fría a los entusiastas de Higgs al recordarnos que el bosón de Higgs puede explicar, como máximo, cómo se formó un 4 por ciento del Universo que conocemos y que aún quedan descubrir, desde los vacíos cósmicos a la materia y la energía oscura que constituyen el 96 por ciento restante. (¿habría que añadir los misterios de la vida, de la belleza, de las emociones, del amor?). O sea que el mundo de la ciencia está a la espera de descubrir muchas más “partículas de Dios”. Bien sabemos que para la ciencia no existen explicaciones sencillas, como admitir que todo lo que vemos y no vemos, lo que existe y no existe, lo que se mueve y permanece estático, es obra de Dios. Eso sería demasiado simple aunque está en la esencia de algo que no suscita la menor curiosidad científica porque no se puede demostrar con una ecuación ni con ningún acelerador de partículas. Me refiero, obviamente, al amor divino que se alberga en cada uno de los seres humanos y que bien podríamos llamar como la más auténtica y genuina “partícula de Dios”, albergada en cada uno de los seres humanos en espera de ser descubierta.
A este propósito, el esfuerzo que viene desplegando desde hace décadas ese maestro del pensamiento que se llama Joseph Ratzinger, para razonar la fe en la medida de lo posible, apenas supone un granito de materia gris -¿qué partículas elementales la componen?- para comprender el misterio de los misterios: el amor de Dios que dio origen no solo a la humanidad sino a todo, absolutamente a todo lo que vemos y no vemos. Y comprendo que esto moleste muchísimo no solo a los ateos sino a los propios científicos que no tienen más remedio que demostrar sus teorías para que sean considerados como tales.
Hay que agradecer, en todo caso, que los científicos solo se interesen por averiguar el origen del Universo y explicar el cómo de las cosas –como es el caso de la partícula que ha puesto de moda a Dios- aunque nunca entenderán el por qué ni el para qué de esas cosas. Y, dicho sea de paso, hay muchos científicos creyentes que hacen el mismo trabajo que sus colegas descreídos, con la diferencia de que conocen a priori el por qué de la Creación así como el destino final del ser humano, algo que los métodos científicos que emplean nunca llegarán a descubrir.