En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
-«Si quieres, puedes limpiarme».
Compadecido, extendió la mano y lo tocó, diciendo:
-«Quiero: queda limpio».
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.
Él lo despidió, encargándole severamente:
-«No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que sirva de testimonio».
Pero, cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a el de todas partes. (Marcos 1, 40-45)
¿Cual es tu lepra? ¿Cuales son tus miserias que necesitan curación? ¿Qué tendría yo que suplicar al Señor si le viese pasar por mi vida? ¿Qué rogaría de rodillas a Cristo que apartase de mi vida y sanase? No vendría mal hacernos este tipo de preguntas de vez en cuando a la luz de este Evangelio. La lepra era la mas dolorosa de las enfermedades de aquella época porque las otras te mataban y punto, pero esta, te mataba en vida, poco a poco, ya que no se curaba nunca y el que la padecía soportaba la deformidad progresiva de su cuerpo, el abandono y el rechazo de todos como unos verdaderos malditos. Uno de estos desgraciados protagoniza el Evangelio de hoy.
Cuando el Evangelio nos presenta a estos personajes tan de la época: cojos, mudos, sordos, ciegos, leprosos, prostitutas, etc., nos cuesta hacer el sano ejercicio de meternos en su piel, porque no parece que se refiera a nosotros. Como somos gente guapa, aseada y civilizada del 2016 nos cuesta vernos reflejados en estos personajes tan peculiares, pero si; somos también nosotros. Todos los días somos cojos o ciegos o pobres…. Hoy toca ser leproso. En su herida carne nos deberíamos de meter para aprovechar la enseñanza de este Evangelio. Porque la lepra sigue existiendo, no solo la física, aunque en lugares remotos del mundo, sino la espiritual la de nuestras miserias mas escondidas. ¿No es lepra el ser incapaz de volver a abrazar al que me hizo una jugada que no puedo perdonar? ¿No es lepra la costumbre de murmurar, de difamar o de maldecir de otros por puro deporte? ¿Es que no es lepra maloliente mi incapacidad para controlar mi mal genio y mi falta de paciencia con los errores ajenos? Si, esto es lepra y la hay mucho peor, cada uno lleva la suya puesta en el corazón, por muy atractivos y trajeados que nos pongamos.
Reconocida la enfermedad, es cuando podemos ponerla remedio. Nadie se cura si no se sabe enfermo. Y en la vida de fe no podemos curar nuestras miserias sin postrarnos ante el Señor. No podemos ser mejores, sin suplicar al Señor su ayuda misericordiosa. No podemos hacer nada por nosotros mismos sin el regalo de la conversión de cada día que el Señor nos ofrece. Lo único que está en nuestra mano es la voluntad de acercarnos al Señor en la oración y en los Sacramentos para decirle como el leproso “si quieres, puedes limpiarme”.
Y después de recibir la salud, después de ser curados, toca saber guardar silencio, el silencio del que sabe lo que ha pasado de verdad…. , que ha sido el Señor quien lo ha hecho. Hay que saber guardar silencio y no cacarear y pregonar el “milagro” de la cura, no sea que parezca que ha sido obra nuestra, de nuestro esfuerzo, de nuestra lucha ascética y no del Señor, que en su infinita misericordia ha “querido” curarnos
Curar nuestra lepra y permanecer en el silencio del misterio de Dios que es quien todo lo hace. Todo lo bueno que somos, es obra de su misericordia infinita, no nos engañemos. A nosotros solo nos queda revisar nuestra piel del alma de vez en cuando, ver nuestra lepra, postrarnos de rodillas y suplicar al Señor que nos limpie. Sólo eso.