Ante el visitante que se acerca al altar mayor de la Catedral se extiende como en un abrazo la colorida Corona Mistérica, en cuyo centro resplandece Cristo Pantocrátor, el Todopoderoso, en la gloria de su divinidad, llegando triunfal al final de los tiempos a juzgar al hombre.
El Pantocrátor hace presente sobre el altar la esperanza escatológica de la asamblea cristiana, que ya en su caminar terrenal experimenta, durante la celebración de la Eucaristía, la presencia viva de Cristo. Esta experiencia que vive la comunidad cristiana en la comunión eucarística la confirma en la fe y refuerza en ella el deseo de la venida final del Señor, definitivamente victorioso sobre el mal, el dolor y la muerte. La Iglesia expresa este deseo clamando llena de esperanza: “¡Ven, Señor, Jesús!” (Ap 22,20).
En las manos y en los pies de Cristo Pantocrátor se distinguen las llagas rojas, aún abiertas, como testimonio siempre actual de una pasión aceptada voluntariamente para rescatar al hombre del pecado que lo encadenaba. Él es el Hijo del hombre anunciado por los antiguos profetas al pueblo de Israel, que, despreciado y escarnecido en su primera venida al mundo, llega ahora en su segunda venida como juez justo para juzgar a los vivos y a los muertos. Su mirada llena de paz y amor, transmite una inmensa misericordia, pues nos amó tal como éramos, débiles y traidores, pecadores y enemigos, hasta dar su vida por nosotros en una cruz.
Jesucristo sostiene en su mano izquierda el Libro de la Vida, en el cual aparecen dos leyendas: en la página izquierda, “Amad a vuestros enemigos” (Mt 5,44), palabras que son el centro de la Nueva Alianza establecida entre el hombre y Dios Padre, y nos dibujan, como lumbrera para el mundo, la imagen del hombre nuevo, en el que vive el mismo Cristo; Jesús es a un tiempo imagen de Dios y del hombre: sólo dejándonos llenar de Él, vencedor de la muerte y Señor de todo lo que nos esclaviza, estas palabras se pueden hacer carne en nuestra vida. En la página derecha del Libro de la Vida, se lee: “Vengo pronto” ( Ap 22,20), palabras de gracia, que desde los labios del Señor resuenan en nuestro corazón cada mañana, tarde y noche, haciéndonos mirar a la eternidad con una esperanza que no se apaga.
El Cristo Todopoderoso aparece inscrito en tres esferas cósmicas:
La esfera externa es gris-azul y representa la Tierra, donde transcurre nuestro peregrinar hacia el Cielo en medio de las tribulaciones y la debilidad.
La esfera intermedia, negra, es imagen de la muerte que circunda al hombre sobre la Tierra, sumiéndolo en un miedo cerval que lo esclaviza al pecado.
La esfera más interna es azul zafiro y representa el Cielo, destino del hombre redimido por el Señor, anhelo de felicidad colmado.
En el centro, el cuerpo de Cristo rompe el cerco negro de la muerte, uniendo así la Tierra con el Cielo, abierto al fin para los hombres.
El rostro de Cristo capta desde el primer momento la mirada de quien entra en la catedral y avanza por la nave. Sus ojos profundos y serenos parecen hablar al pequeño visitante invitándole a una intimidad sin reservas que impulsa a clamar a Él. Su frente amable, su rostro atento son garantía de acogida segura. La blancura refulgente de su vestido —resurrección y divinidad— confiere a la divina silueta un volumen nuevo e inesperado, pues, a pesar de ser una pintura plana como corresponde a los iconos de inspiración bizantina, la figura de Cristo parece adelantarse desde el fondo de oro de su gloria y salir a nuestro encuentro para hacernos partícipes de su victoria final. Esta victoria ya alcanza a todo el que recibe el Bautismo; en ella queda vencido el Diablo, príncipe de este mundo. Los cristianos, renacidos de las aguas de la muerte, son revestidos de la naturaleza de Dios; por eso llevan túnicas blancas al salir de la piscina bautismal: “El vencedor será así revestido de blancas vestiduras, y no borraré su nombre del Libro de la Vida, sino que me declararé por él delante de mi Padre y de sus ángeles” ( Ap 3,5).
La posición central de la imagen de Cristo pone de manifiesto que la Historia y la Creación convergen hacia Él y de Él reciben su significado. Nuestro mundo, nuestra historia, nuestra vida no vagan en una órbita extraviada a través de un universo vacío y absurdo, sino que llenos de trascendental sentido se dirigen a un fin precioso, a una vida plena en el Amor, a una vida sin muerte junto a nuestro Padre Dios.