«En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea, el de Tiberíades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman estos?”. Lo decía para probarle, pues bien sabía él lo que iba a hacer. Felipe le contestó: “Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo”.
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero, ¿qué es eso para tantos?”. Jesús dijo: “Decid a la gente que se siente en el suelo”. Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; solo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo los peces, todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: “Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie”. Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: “Este sí que es el profeta que tenía que venir al mundo”. Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo». (Jn 6, 1-15)
Nuestra vida real, esa que llamamos “de cada día”, necesita, para sostenerse, de un elemento interior que le sobrevienen de fuera, que no brota de ella misma porque no le es propio. Necesitamos del pan de cada día, un pan “supersubstancial” o de vida eterna. En este sentido la Palabra del cap. 6 de Juan coincide con el Padrenuestro de Mateo (Mt. 6, 11), en que pedimos a Dios este pan llegado del cielo.
La perícopa que comentamos hoy es el pórtico del conocido “Discurso del Pan de vida”, y entronca directa e intrínsecamente con una experiencia que no por obvia está menos necesitada de reflexión y ponderación: para vivir, el pan es necesario; o dicho sacramentalmente: comer pan es signo de vida. Todo el maravilloso cap. 6 de Juan se articula sabiamente sobre el signo y el discurso. Que cinco mil hombres satisfagan su hambre con cinco panes de cebada y dos peces, necesita de un buen discurso que lo interprete en la dirección conveniente para ser “creído”, para ser acogido en la fe y aplicado salvíficamente a nuestra vida concreta.
Si establecemos de este modo la relación signo-discurso, aparece claramente el fondo de Buena noticia que para nosotros tienen los versículos de este texto de Juan: de los niveles profundos del texto emerge la Palabra de Dios que ilumina la vida. Se nos hace presente quién es, en verdad, Jesús de Nazaret. Y de quien creamos ser Jesús, depende literalmente que vivamos o no.
Esta forma de acercarnos al texto de Juan pone bien a las claras que participar en la multiplicación de los panes como quién come de ellos, como uno de los cinco mil comensales, es encontrar en Jesús el principio vital que nos mantiene, creyendo en él. Creer en Jesús no es una forma cualquiera de fe: es una participación en su misma vida divina. Y par vivir como hombres necesitamos esta forma o condición superior de ser.
Para comprender lo que voy diciendo es necesario ampliar la mirada un poco más allá de Jn 6. 1-15; hasta, al menos, el v. 35, aunque sería conveniente leer todo el cap. 6.
Juan expone su intención evangélica (en el sentido más literal de este término) en un recorrido redaccional que progresa sobre tres confesiones de fe. Comienza desde la necesidad de comer que tiene la gente ( que todos tenemos), continúa por el signo o milagro de la multiplicación de los panes y peces, en una secuencia de gestos eucarísticos como tomar los panes, decir la acción de gracias y re-partirlos (v.11) y alcanza su punto de llegada en las tres confesiones de fe: la primera, y muy terrena aún, de la gente; la segunda, propuesta por Juan como una declaración de Jesús sobre sí mismo (“Yo soy el pan de vida”: vv. 35,41 y 45), y la tercera de Pedro, pero colegiada; como culmen de la revelación que Juan propone: “… Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios”. Juan presenta a Pedro y a cuantos se encuentran en el “nosotros creemos y sabemos” como los verdaderos comensales a quienes el señor Jesús alimenta con el pan verdaderamente vivo y vificador.
Esta confesión de la Iglesia creyente indica también que las hambrunas físicas de tantos millones de hombres denuncian y arrojan al rostro de los satisfechos, de los ricos según la bienaventuranza de los pobres, hasta qué punto la seria advertencia de Juan a la Iglesia de Laodicea (Ap. 3,17-20) es un certerísimo diagnóstico de una de las enfermedades peores de nuestro tiempo, de mi tiempo, de mí mismo: creerse ricos en nada faltos y, no obstante, ser unos muertos de hambre. Además es una llamada al Amor, como Él nos amó en la cotidianidad de la existencia.
Comer del pan de vida, por la fe y la Eucaristía ofrece a todos los hombres el don de vivir como Él vivió, en una entrega diaria de la vida en bien de todos los demás (Lc. 14,15).
César Allende García