«En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: “¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida”». (Lc 19,41-44)
“Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, lloró sobre ella diciendo: “¡Si al menos en este día conocieras lo que conduce a la paz! Pero ahora está oculto a tus ojos”. ¡Cuánto y con cuanto amor ha rezado Cristo sobre Jerusalén!. Él “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (cfr. 1 Tm 2, 4). Quiere; y llora porque ve como los habitantes de Jerusalén rechazan su Amor, dan la espalda a sus llamadas a la conversión, al arrepentimiento; rechazan al enviado de Dios, al Hijo de Dios hecho hombre.
Cristo no nos impone su redención, su salvación. La salvación es un don gratuito, ciertamente. Nos la da por adelantado ya en el Bautismo. El hombre puede rechazar ese don, como puede rechazar la propia vida corporal, suicidándose. Cristo se nos presenta para que lo veamos y le sigamos; como se presentó un día a los hombres y a las mujeres de Jerusalén. Unos le siguieron, y luego le rechazaron; otros no le siguieron nunca; y otros “perseveraron con Él hasta el final”.
Cristo llora, no porque la Misericordia de su Padre Dios sea rechazada por los hombres de Jerusalén. Cristo llora por el mal que se hacen aquellos hombres y mujeres por los que da su vida, su muerte, su Resurrección. Hombres y mujeres creados por Dios para que le conozcan, le amen y vivan con Él en la tierra, y gocen después en la eternidad de la propia vida de Dios. Y rechazan este tesoro, este paraíso.
Cristo sigue llorando sobre Jerusalén. Todo el afán de redimir el mundo, todo el anhelo del Señor de salvar a todos los hombres, está latente en estas palabras de Cristo sobre la ciudad santa de Jerusalén. La ciudad habitada entonces por el pueblo escogido, es hoy la Iglesia, el mundo.
“¡Si al menos en este día conocieras lo que hace a tu paz! Pero ahora está oculto a tus ojos”. Son palabras que puede decir también el Señor sobre cada uno de nosotros, al contemplarnos inmersos en los afanes de este mundo, olvidados de Él y preocupados solamente de proyectos con los que queremos saciar nuestra curiosidad, nuestro afán de grandeza, nuestra soberbia, nuestra sensualidad, nuestro egoísmo. Proyectos que nos impiden reconocer a Cristo, a nuestro Salvador, a nuestro Redentor, en nuestros hermanos los hombres, y nos cierran también los ojos ante al amor de Dios que nos ha creado como hijos suyos, y que quiere que lleguemos a conocer, y a gozar de los tesoros de su Amor en el Cielo.
Llora. Cristo no condena, ni juzga; llora. Nos juzgamos y nos condenamos nosotros mismos cuando nos apartamos de Él, de sus sacramentos, de su Amor, de sus lágrimas.
Cristo llora por el mal que nos hacemos los unos a los otros, y muy especialmente por el mal que se hacen las familias destrozadas, divididas, heridas, por el orgullo, la lujuria. Cristo llora por los padres y las madres que se separan; por los hijos abandonados de padres separados, por el mal que hacen a sus hijos con su ejemplo, con su falta de piedad y de amor. Cristo llora cuando ve las familias divididas por cuestiones de intereses y de dineros.
Cristo llora por la sociedad que niega las raíces cristianas de las que se ha alimentado por siglos; por la sociedad que aborta a sus hijos; por la sociedad que se suicida porque desconoce la ley de Dios inscrita en el corazón de cada ser humano, y establece leyes que solo sirven para satisfacer el querer egoísta de los hombres; por la sociedad que corrompe la sexualidad de los jóvenes, y deja en soledad y sin esperanza a los mayores y enfermos.
¡Con qué dolor habrá pronunciado Cristo las palabras que anunciaban a Jerusalén su destrucción: “Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrastrarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra”.
Cristo recordó, en otra ocasión, todo su amor a Jerusalén con estas palabras: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados; cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!”( Lc 13, 34).
Cristo llora en el dolor y el sufrimiento de Dios Padre, al ver a la criatura que Él creó, por amor, a “su imagen y semejanza”, rechazar el Amor misericordioso de Dios, y arrancar de su interior la “imagen y semejanza” que le abrirían las puertas del Cielo, y le llevarían a dar Gloria a Dios, con los Ángeles, por toda la eternidad.
Ante el rechazo del hombre, Cristo seguirá llorando hasta que, al final de los tiempos, se acabe la historia de los hombres sobre la tierra. Hasta que sea definitivo su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte. Los ángeles anunciaron a los pastores la venida del Señor con el canto de Gloria: “Gloria a Dios en el cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14).
Que María Santísima, con su amor materno, mueva nuestros corazones para arrepentirnos de todo corazón de nuestros pecados; y así, recibir el perdón de Cristo: que sus lágrimas den frutos de amor a Dios y a los hombres, y la paz que anunciaron los Ángeles, en nuestras almas.
Ernesto Juliá Díaz