«En aquel tiempo, las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: “Alegraos”. Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo: “No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”. Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles: “Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros. Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy». (Mt 28,8-15)
1. Lunes de Pascua. Gran Lunes de la Gran Octava de la Gran Pascua del Señor. Bendito día, y bendito día inicial de la Octava de Pascua y de la cincuentena pascual, que necesita de nuestras horas y de nuestros días —nada menos que cincuenta, o sea, 1200 horas (y toda una vida sería poco)— para adorar, alabar y bendecir al Señor por el Gran Misterio de nuestra redención, de nuestra salvación, de nuestra divinización, como diría San Ireneo. ¡Cuán comprensible es ese misterio incomprensible del coro de serafines que eternamente adoran y cantan «Santo, Santo, Santo», el divino Trisagio, que, por cierto, continuamente oye embelesado nuestro propio ángel de la guarda, que desea que siempre estuviera en nuestros labios y, antes, en nuestro corazón.
2. Aquella triste noche del Huerto de Getsemaní, aquellos discípulos de Jesús huyeron todos en desbandada como vulgares y miedosos cobardes: los mismos que habían comido y bebido con el Maestro; los mismos que habían oído boquiabiertos el Sermón del Monte; los mismos que en su nombre habían expulsado demonios y curado paralíticos, ciegos y sordomudos; los mismos a los que en el Cenáculo había llamado amigos y ya no siervos, hasta lavarles los pies; los mismos que contemplaron con insólito asombro cómo comenzaba una nueva Alianza en sustitución de la antigua mediante un poco de pan ázimo y una copa de vino; los mismos que… Y para más inri —nunca mejor dicho—, uno de ellos lo traicionó vilmente por treinta monedas de plata y otro apostató de él en el momento de la prueba con tanta caradura como amilanamiento, a pesar de las muestras de ufanía que había dado para quedar bien ante todos y ante el Maestro… Solo un grupo de mujeres —¡las benditas Marías— permanecieron fieles y amantes en silencio hasta la última lanzada que traspasó su costado, hasta que lo bajaron de la cruz, lo embalsamaron y lo enterraron. Por eso fue a ellas a quienes primero se aparece Jesús Resucitado; y las embarga de repente una gran alegría y un gran miedo: ¡qué extraña paradoja esta de un miedo alegre o de una alegría miedosa! Y es que, por un lado, todavía las atemoriza todo cuanto tiene que ver con la muerte, los sepulcros, los cadáveres —un sentimiento universal desde los albores de la humanidad—, sentimiento y experiencia que, por otro lado quedan anulados al ver que «el autor de la vida estaba muerto, mas ahora está vivo y triunfa» (de la Secuencia Pascual, inspirada en Jn 11,25 y Hch 3,15). Es tal ese caudal de felicidad y alegría que ya no tiene fuerza alguna la tortura de la Cruz, que, sin embargo, contiene una fuerza infinita de misericordia divina y salvación. Se acabó el flujo venenoso del poder del pecado, de la muerte y del demonio: queda abolida la tristeza universal para dejar paso gracioso a aquella divina invitación: «Entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,23), «Venid vosotros, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Y, por si acaso, les quedaba a aquellas mujeres algún resquicio de dudas o huellas de miedo, el mismo Resucitado les sale al encuentro y les dice «¡Alegraos! No temáis».
3. Más aún: las mujeres —¡las benditas Marías! — son las que reciben expresamente el encargo, la sagrada misión, de comunicar a sus cabizbajos y timoratos discípulos «que vayan a Galilea; allí me verán»… en “la Galilea de los gentiles” (Mt 4,15), porque la resurrección de Cristo es para todos.
4. ¡Qué penoso contraste con la actitud soberbia de los sumos sacerdotes y ancianos! Los guardias que custodiaban el sepulcro no salían de su increíble estupefacción, pues habían sido testigos de aquel fenómeno de luz y fuerza que hizo saltar por los aires la enorme piedra sellada del sepulcro, en el que ya no había cadáver alguno… Aquellos ciegos voluntarios gerifaltes del Templo pretenden taparles la boca con un pingüe chantaje pecuniario —como ha ocurrido y ocurre siempre, en todos los tiempos y lugares— para que dijeran que, mientras dormían, los discípulos de Jesús robaron su cuerpo. Bien que los deja en ridículo San Agustín arguyendo que presentan —¡otra vez!— testigos falsos: ¿cómo podrían decir que fueron los discípulos los ladrones del cadáver si los vigilantes estaban dormidos? ¿No habría sido mejor doblar la antigua dura cerviz, abrir, por fin, los ojos y admitir con gozo la misericordia del Dios de los Patriarcas, de los Profetas y antiguos Padres, que había enviado a su Mesías para llevarnos a todos, judíos y gentiles al Reino de los Cielos?
5. Solo nos queda ahora detener la atención, la mente y el corazón en la actitud de las mujeres —¡las benditas Marías!—. Dice el texto que «corrieron a anunciarlo a los discípulos». Normalmente las mujeres no suelen correr, si acaso caminan a paso más ligero… En cambio, aquí «corren»: es que, si no lo hacen así, su corazón explotaría por las prisas de anunciar a Cristo Resucitado. ¿No resonaría en su corazón el texto del Cantar: «Llévame contigo, ¡corramos!»? (1,4): ellas han experimentado prematuramente lo que San Pablo escribiría después: «Nos apremia el amor de Cristo» (2 Cor 5,14). Eso le pido yo al Señor: no parar de correr durante lo que me queda de vida, aunque sea a trompicones, «para dar la buena noticia a los pobres» (Is 61,1)… Seguro que el Resucitado se hará igualmente el encontradizo conmigo (así lo espero en la hora de la muerte) como lo hizo con las mujeres —¡las benditas Marías!— para oírle también decir: «¡Alégrate! No temas».
Jesús Esteban Barranco